David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


Todos somos Manolo

Me lo dijo uno de los tipos que conozco que más sabe de fútbol, mi amigo el novelista José María Mijangos: ‘Es imposible. ¿Cuándo se ha visto que ganemos algo?’ Ese pesimismo metafísico, ontológico, que atenaza las piernas de los jugadores españoles nos ha acompañado durante décadas y por eso esta misma noche íbamos a asistir a un encuentro a cara de perro, a la consecución secular de la maldición o a la ruptura definitiva del maleficio. No era un partido contra Alemania sino contra el destino. Ese destino que nos había sacado la lengua en innumerables y ardientes tardes de catástrofe.

(El Cometa Halley a su paso por Viena, con la camiseta roja)

El chaval que guarda la entrada de la piscina donde voy cada día a plancharme la espalda me lo dijo con esa mezcla de estupefacción y maravilla que brilla en los ojos de todos los jóvenes que han seguido las andanzas de la selección en esta Eurocopa: ‘Es la primera vez que voy a vivir algo así’. Le dije que yo también, aunque no era verdad: todavía me escocía aquella histórica final del 84, contra la Francia de Platini, en la que a Arconada se le escapó un balón por el sobaco. Pero en cierto modo, esta vez no podía suceder, no iba a suceder así, esta vez no habría malos rollos, ni codazos en la boca, ni sobacos, ni puñetas.

Momentos antes del partido, las calles de Madrid hervían por el calor, cociéndose en el fuego lento de la ansiedad y la esperanza, componiendo desde Vicálvaro hasta Argüelles, desde Legazpi hasta Plaza de Castilla, uno de esos escenarios de western antiguo, un pueblo fronterizo a la espera de los pistoleros, una calleja quemada por el sol, solitaria, vacía, traspasada por un silencio digno de una banda sonora de chicharras y una armónica de Morricone.

En los bares, la gente se aglomeraba ante el televisor: el altar tecnológico de la nueva religión. El pánzer alemán nos tuvo arrinconados los primeros minutos pero un cabezazo al poste de Torres provocó que un chino (nacionalizado español y poco familiarizado con el deporte rey) se levantara de la silla gritando ‘¡Dos puntos!’. Hubo que explicarle que un gol es un gol y un palo es un palo. Pero Torres, mi semitocayo, era el hombre del partido. Me lo había advertido otro de los tipos que conozco que más saben de fútbol, mi hermano Dani: ‘Hoy Torres va a mojar, ya verás’. Y no se equivocó. El Niño tenía ganas y toda la noche nuestro primo de Fuenlabrada fue una pesadilla para la defensa alemana, pasando como un cohete a través de ese par de armarios roperos vestidos de blanco, esos dos kioscos de prensa que tropezaban con sus nombres al correr y que apenas podían hacer otra cosa que seguirle el rastro de la pólvora en las botas. Cuando llegó el gol, la gente enloqueció, las pinturas de guerra hablaban a gritos, quitándose de encima años de vergüenza, de agachar la cabeza y pedir justicia a los cielos.

Esta vez no. Ni el gafe de Zapatero podía con nosotros. Esta noche todos éramos Manolo, aquel hombre que se compró un bombo a plazos y que por fin podía estrenarlo a gusto. Cuando aguantamos los primeros minutos del segundo tiempo, los coletazos de rabia de la máquina de guerra alemana, ya veíamos posible el milagro. Y el baño de fútbol con que la selección roja toreó a los mostrencos germanos fue celebrado en el bar con un multitudinario baño de cerveza. No, esta vez el duelo terminó mucho antes de que el italiano pitara el final, a la maquinaria alemana se le habían descompuesto tornillos y bielas, y el gol de Torres iba a romper el marcador como el puñetazo del K.O., el tiro de gracia con que Billy el Niño abría las puertas de la leyenda.

En las calles sonaban los gritos de entusiasmo, flameaban banderas, los coches pitaban enloquecidos por la alegría de una final ganada al fin, después de tantos años y tantas decepciones. Llamé a mi hermano y me dijo: ‘Esto vamos a vivirlo sólo una vez, como el cometa Halley’. El Halley que había cruzado flameando los cielos para rasgar el bombo.

(Publicado originalmente en el suplemento M2 de El Mundo el 30 de junio de 2008)