David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


Logroño era una fiesta

Todavía no me he recuperado de la resaca del viaje, de la fiesta y de la alegría, que es la mejor de las resacas. El miércoles fui con mi chica a Logroño para recoger el IV Premio de Novela que otorgan conjuntamente el Ayuntamiento, Caja Rioja y la editorial Algaida. Durante el día no dejaron de llamarme de periódicos locales pidiendo que contara algo de la novela ganadora, Punto de fisión. Me di cuenta de lo difícil que me era hablar de este libro, no sólo porque lo acabé hace meses sino porque consta de cuatro historias aparentemente inconexas que luego se van fundiendo en una sola. Dije que era más fácil de leer que de explicar, que tenía mucho humor y mucha emoción (para mí los dos ingredientes básicos de una novela), que hablaba, entre otras cosas, del amor y la muerte, de Chernobyl, del negocio editorial, de la hipocondría y de la pornografía.

Dije también, y creo que es cierto, que era la primera vez que me desmelenaba tanto en una novela, que me jugaba el todo por el todo en la estructura, en la tensión de las diversas tramas y en la mezcla de tonos trágicos y cómicos. Pero no sabía hasta qué punto había asumido riesgos hasta que leí ciertos pasajes de la nota de prensa del jurado: «una novela absolutamente rompedora», «el humor y el riesgo formal  unidos a la postmodernidad más delirante», «laberíntico y prodigioso edificio novelístico».

Buf, me asusté un poco, sobre todo teniendo en cuenta que quienes respaldaban estas palabras eran escritores de la talla de Luis Mateo Díez, Manuel Rivas, Care Santos, Fernando Marías y Félix J. Palma. El resumen argumental es un jaleo de mucho cuidado; alguien de la editorial o del ayuntamiento hizo una buena labor al resumirlo así: «Un manuscrito ambientado en la catástrofe de Chernobyl y protagonizado por Sergei, un niño al que la mafia ucraniana obliga a penetrar en la zona de contaminación nuclear para recuperar objetos valiosos. La prodigiosa peripecia vital de Leonardo Zubiri, un tipo anodino a quien un rayo está a punto de fulminar y que sin embargo sobrevive, transformado como efecto secundario en voraz lector y escritor de éxito. La súbita oleada de atentados terroristas contra edificios emblemáticos de la capital de España cuya investigación correrá a cargo del inspector Estévez, un atípico policía que habrá de enfrentarse a la acción criminal de un descabellado grupo independentista madrileño. Y finalmente, la narración en torno a la cual se hilará el resto: los oscuros tejemanejes del editor Matas y su ayudante en el negocio, la joven Julia, una extraña mujer que cambia continuamente de aspecto y lleva tatuado su cuerpo con poemas clásicos».

Cuando me preguntaron qué tenían en común un superviviente de Chernobyl con un grupo indepentista chulapo, y un policía que escribe sonetos con un novelista compulsivo, comprendí que todos estaban heridos por la literatura, atrapados por la palabra de una u otra manera. Al fin y al cabo -como dice uno de los personajes de la novela- en la vida no hacemos otra cosa que contarnos historias, fábulas que van de padres a hijos, de hijos a nietos, de amigos a amigos, de amantes a amantes. Incluso cuando cerramos los ojos y nos echamos a roncar, empezamos a contarnos historias en sueños a nosotros mismos. Es lo que hacen los presos en la cárcel -tatuarse palabras, contarse historias- y lo que quieren los niños antes de dormir: un cuento. Nuestra necesidad de ficción es tan grande que todo lo que somos viene cifrado en la minúscula información del ADN. La literatura es el destino del hombre.

Al día siguiente, al modo de esos esclavos que susurraban al oído del emperador mientras las multitudes lo aclamaban, recibí con placer la noticia de que Mario Vargas Llosa era Premio Nobel de Literatura. «Recuerda que eres regional», me decía mi musa al oído.