Charles Mingus: un saco de rabia
Asistir a un concierto de la banda de Charles Mingus era un deporte de riesgo. En los clubs de jazz, donde el tintineo de los vasos y el rumor de las voces solía entretejerse al monólogo del piano, aquel contrabajista alto y corpulento no soportaba que el público hiciese el menor ruido durante sus actuaciones. Sermoneaba a la gente antes del espectáculo, advirtiéndoles que no quería oír ni un sorbo a sus bebidas mientras él y sus músicos estuvieran tocando. Que bebieran antes, que charlaran entre los aplausos, coño. Si lo interrumpían, el desconsiderado podía llevarse, en el mejor de los casos, una bronca de quince minutos, un rapapolvo que incluía montones de palabrotas y menciones a sus muertos.
Había gente que iba a ver a Mingus sólo por verle explotar, por contemplar uno de esos volcánicos ataques de ira en que el escenario quedaba como un campo de batalla. Iba pasando a lo largo de los clubs de la costa Este como un maremoto sobre dos pies: los propietarios señalaban con orgullo el reguero de destrucción, una silla despedazada, una lámpara rota, como si fuesen obras de arte, trofeos de guerra. La lámpara de Mingus, decían, la silla de Mingus. En Filadelfia, una vez, no pudo soportar el cotorreo incesante de una mujer y le volcó la mesa con las bebidas encima. Después cogió su contrabajo del mástil, como si apretase el cuello de alguien, y lo destrozó contra la pared. Se marchó a la calle loco de rabia, dejando al público helado, a sus músicos cruzados de brazos y a su precioso instrumento de dos mil dólares hecho astillas en el suelo.
La ira de Mingus era inseparable de su música. Era consustancial a él, como la sangre en sus venas. Absoluta, instantánea e impredecible, la misma ira animaba esas improvisaciones enloquecidas donde podía rajarse los dedos contra las cuerdas. Algunos críticos decían que en su cólera estaba la voz de los esclavos negros, el lívido rencor de generaciones enteras soportando en silencio los chasquidos del látigo. Pero Mingus también sabía ser delicado y amable, también tocaba baladas que sonaban como nunca nada había sonado hasta entonces, suaves como un gemido en la trompeta de Miles, como unas gotas de lluvia al piano de Bud Powell. Los críticos decían entonces que en la hondura de sus composiciones resonaba un llanto fúnebre, el lamento eterno del blues, el sonido orgulloso y desesperado de toda la raza negra.
Tenían razón pero la ira también venía de su infancia, del temor a su padre, un ex sargento del ejército que le daba unas palizas de miedo, de los chavales del colegio que se juntaban todas las mañanas para zurrarle. En una señal premonitoria, Mingus nació en 1922 en Nogales, Arizona, cerca de la frontera con México y aquellas líneas divisorias marcarían su destino. Al igual que su madre (que murió tres meses después de nacer él), Charlie era una mezcolanza de negro y blanco, una delicada vasija de sangre china y mexicana. Tenía la piel más clara que sus dos hermanas mayores y eso le trajo numerosos problemas en el barrio de Los Angeles donde se crió. Para los blancos era un negro, para los negros un lechoso, para los chicanos un enemigo y para todos sólo un tentetieso con el que divertirse, un chico debilucho de piernas arqueadas. Se resignó a que lo golpearan y humillaran, hirviendo de cólera por dentro.
Para defenderse, un día el pequeño le pidió a su padre que le enseñara a pelear. El ex sargento le dijo que se acercara y luego le metió un cabezazo en la cara que lo tiró de espaldas. Fue Britt Woodman, uno de sus pocos amigos, quien le enseñó los rudimentos del boxeo. Cuando ganó peso y altura, adquiriendo su característica apariencia de oso, ya no dejó que nadie le pusiera la mano encima. Antes le daban palizas, ahora las peleas las empezaba él. Se convirtió en un matón.
Por su corpulencia, Mingus parecía predestinado al contrabajo pero empezó estudiando el violonchelo, ignorando las burlas de sus profesores blancos. Adoraba a Debussy, Bach y Stravinsky. Luego se enteró que su amigo Buddy Colette necesitaba un contrabajo en su banda y cambió el chelo por su hermano mayor. Un nuevo profesor, Lloyd Reese, le enseñó que su amor por los clásicos era perfectamente compatible con su pasión por el jazz. En su arte Mingus trenzaría todas aquellas influencias ??clásica, góspel, blues, folk, bebop, cool?? tan íntimamente como los tonos de su sangre. La mezcla le daría a sus composiciones una cualidad única, orgánica, oscura y luminosa a la vez. En ocasiones sonaba como un caballo al galope, otras tenía la respiración de un enorme animal hibernando, destrozando una presa en sueños. Sus dedos pulsaban las gruesas cuerdas como una interrogación, un ansia innombrable moviéndose a través de los compases.
El éxito de sus grandes discos (Ah Um, Mingus Dinasty) no apaciguó su furia, al revés: se volvió más violento. A finales de los 50 ya lo consideraban uno de los grandes del jazz, al lado de Duke, de Bird, de Miles, de Monk. Todos querían tocar con él aunque siguiera aterrorizando a sus músicos, llevándolos hasta el límite, tratándolos como el capataz blanco fustigando esclavos. El pianista Jaki Byard, a quien atacó armado de un hacha, tuvo que defenderse con un extintor. A Jimmy Knepper le rompió varios dientes y su trombón jamás volvió a sonar igual. En el juicio donde lo condenaron por golpear al trombonista, Mingus se levantó y corrigió a su abogado: ??No me llame músico de jazz. Para mí jazz significa negro, discriminación, ciudadano de segunda?. Una vez echó a media banda en mitad de un concierto para luego volverlos a admitir. Mingus cambiaba de músicos con la misma facilidad que de mujer: a veces ni siquiera se divorciaba de la anterior. ?nicamente el baterista Danni Richmond, el saxofonista ciego Roland Kirk y el clarinetista Eric Dolphy calmaban algo su furia elemental. No pudo soportar la muerte de Dolphy en Berlín. Había llamado Eric Dolphy Mingus a uno de sus hijos.
Hubo un momento en que no pudo seguir el ritmo implacable con que espoleaba su música. Gordo, inflado por la gula y las drogas, ingresó en la clínica de Bellevue (donde habían tratado a Bird y a tantos amigos) para una cura de desintoxicación. Luego alternó los períodos de éxito y depresión hasta que en 1977 le diagnosticaron ELA, la enfermedad que lo dejó paralítico, vacío, callado al fin. En México, a donde había viajado en busca de un tratamiento experimental, murió mientras su hijo Eugene lo bajaba de la silla de ruedas. Un saco de donde ya no podía brotar más rabia.