David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


La pasión de Gibson

 

Mel Gibson acaba de protagonizar la peor actuación de su carrera: un reality telefónico de abusos y maltratos, una grabación de media hora en la que dejó el contestador de su ex pareja, una pianista rusa, chorreante de insultos y amenazas. En la pantalla siempre ha incorporado a héroes intachables aunque perturbados: el motorista en línea recta de la serie Mad Max, el poli desmelenado de la franquicia Arma letal, el patriota viudo William Wallace. A medio camino entre la justicia y la venganza, sus mejores interpretaciones surgen de la rabia, del rencor de un hombre al que le han arrebatado todo y no encuentra la paz salvo en la batalla. Zeffirelli sorprendió a todo el mundo al dar al bello neanderthal australiano el papel de Hamlet y lo hizo porque no podía olvidar sus desquiciados ojos azules en la obertura de Arma letal, cuando se introduce el cañón de la pistola en la boca mientras mira el retrato de su esposa asesinada. Ser o no ser, sin medias tintas: así es Mel Gibson.

 

Fuera del celuloide Gibson ha resultado un botarate ultracatólico, racista y antisemita; un bocazas que escupe a los judíos; un vulgar maltratador que le rompe varios dientes a su mujer y le dice que cualquier día la va a violar ??una jauría de negros?. Como tantas otras veces, el genio y el mal genio se confunden. ¿Cómo conjugar tanto racismo en el mismo hombre que vistió a los indios mayas de una nobleza inédita? ¿Cómo aparejar el monstruo machista al mismo cineasta que contó la hermosa historia de amor de Apocalypto? ¿Cómo entender que este verraco haya podido resucitar el mundo precolombino con una delicadeza nunca antes vista?

En la historia del cine abundan los ejemplos de grandes directores de ideas políticas repugnantes o de conducta privada lastimosa. Griffith levantó el primer monumento incontestable del séptimo arte con un canto a los nazarenos del Ku-Klux-Klan. Hitchcock acosaba a sus actrices. Friedkin trataba a sus empleados como basura.

Gibson, el católico de la mano larga, es casi el único cineasta actual que, al estilo de Dreyer o de un maestro renacentista, ha sido capaz de extraer el misterio del alma humana de la pura belleza física de una actriz, léase Monica Bellucci. Wilde dijo una vez que el hecho de que un hombre sea un asesino no quiere decir nada en contra de su prosa. En el caso de Gibson, quiere decir mucho. El bosque de lanzas en la batalla de Sterling, el infame despellejamiento de Cristo, el salvajismo del sacrificio al borde de una pirámide: desde Peckinpah ningún otro director ha explorado la violencia con la intensidad y la carnalidad de Gibson, quizá porque ninguno tiene tanta rabia dentro, ninguno guarda dentro un sacerdote loco arrancando corazones vivos a golpe de obsidiana.