Tropezando con melones – Blog de David Torres » Blog Archive » De la amistad

David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


De la amistad

Decía Montaigne en su clásico ensayo XXVIII (el más bello canto a la amistad que jamás se haya escrito) que él tenía la suerte de haber conocido al poeta Ã?tienne de la Boétie y que, al lado de los cuatro años que pasó a su lado, antes de que la muerte se lo llevara, el resto de su existencia ‘no es más que humo, no es más que noche oscura y tediosa’.

Yo, que no soy Montaigne ni por asomo, tengo la increíble suerte de haber tropezado con otro poeta inmenso, y todavía me pregunto qué habré hecho yo en esta vida o en la otra para merecer su amistad. Desde hace más de 15 años, Alvaro Muñoz Robledano y yo reímos juntos, lloramos juntos, bebemos juntos, fumamos juntos y nos contamos secretos que jamás son tales, porque, desde el día que lo conocí, tengo la sensación de que compartimos algo más grande que la vida.


Como dijo John Barth en La ópera flotante, una novela no tan famosa como debiera,: ‘Si usted cree que esto tiene algo que ver la homosexualidad, pienso que es normal. Si usted cree que él o yo somos homosexuales, usted es un imbécil’. Ya Montaigne se ocupó de situar la amistad venérea en un escalón inferior, junto a la natural, la social y la hospitalaria. Vuelvo a citar al Señor de la Montaña: ‘En la amistad de la que hablo, se mezclan y confunden una con otra (las almas) en unión tan universal que borran la sutura que las ha unido para no volverla a encontrar. Si me obligan a decir por qué le quería, siento que sólo puedo expresarlo contestando: Porque era él; porque era yo’.

Casi no pasa un día sin que nos hablemos y, cada vez que lo recuerdo, se me aparece ese momento cumbre de Qué verde era mi valle, cuando el cura pide voluntarios que se atrevan a bajar a la mina a rescatar a los pobres desgraciados del derrumbe. Nadie se atreve a dar un paso hasta que el gran luchador ciego se mueve hacia delante, buceando en las tinieblas, y dice:

-Yo voy. Son mi misma sangre.

No en vano, las primeras palabras que le escuché yo a Alvaro tuvieron que ver con el cine y con John Ford. El histórico encuentro tuvo lugar en Crisol, un establecimiento penitenciario de finales del siglo XX y comienzos del XXI que estaba ahí sólo para que él y yo nos encontráramos. Subía yo las escaleras del Crisol de Goya cuando vi a un tipo gordo (no tan gordo como ahora) y canoso (pero no tanto como ahora, que parece el negativo de Antoñete) discutiendo con alguien sobre las virtudes de diversos genios cinematográficos:

-El mejor director que jamás haya existido es John Huston -dijo.
-Te olvidas de John Ford -dije yo, de refilón.
-Hablamos de cine, no de religión.

Había saltado rápido como una cobra. Alvaro habla rápido, más rápido que nadie que yo conozca, pero escribe despacio, tan despacio que sus lectores a veces no se lo perdonamos. Quizá es que el verso de Alvaro, la frase de Alvaro, va creciendo con la sabia lentitud de la estalactita, la cadencia con que el mar acuna sus mareas. Siempre he pensado que, entre las grandes injusticias del mundo, no es la menor el hecho de que Alvaro no ocupe el lugar que merece en el mezquino mundillo de las letras. Cualquier suplemento literario o cualquier sección de cultura de cualquier periódico que lo fichara ganaría de inmediato quintales de belleza, inteligencia, brillo y profundidad.

Esto no tiene que ver sólo con la amistad, sino con la justicia. Sobre Niños de tiza se han escrito ya varias críticas, todas ellas elogiosas y algunas en grado sumo, pero nadie ha sabido penetrar en el secreto de sus páginas como lo ha hecho Alvaro en la reseña que va a publicar este verano en la revista Ariadna (http://www.ariadna-rc.com/). Transcribo este fragmento no sólo por lo que me toca, porque me emociona y porque quiero, sino también porque si hubiera sido capaz de expresarlo con tan pocas palabras, me habría ahorrado la novela:

Roberto Esteban, el antiguo boxeador degradado a matón, ex alcohólico, sordo salvo para una pieza de música que resuena en su cabeza como un réquiem que se demora inacabablemente, aquel personaje que recorrió la ciudad en la que vivía para descubrir que era un extraño en ella, regresa a su barrio, por el que han pasado los años que él nunca percibió. Su gran error, el nuestro, es pretender que nuestra infancia nos espere agazapada en los rincones. Nos ocurre siempre que vamos de visita a casa de nuestros padres, cuando nos asomamos a nuestro viejo cuarto creyendo que bastará con eso para que reaparezcan aquellos juegos. Sólo que la casa de Roberto Esteban es brutal, como lo es el confín de las ciudades, los barrios surgidos de la inmigración desde el campo, del desarrollismo chabacano e informe en el que tantas esperanzas se estrellaron sin que sus poseedores lo percibieran. La niñez de Roberto Esteban no es la mía, aunque ambas transcurriesen en el mismo lapso temporal, la tan gloriosa transición que nuestros hermanos mayores cumplieron con inimaginable ejemplaridad. En mi niñez había miedo, a los vampiros, a los muertos vivientes, a los ruidos nocturnos, a dormir solo, a lo que escuchaba de las conversaciones de los mayores, asustados por una debacle que se produciría, irremediablemente, a la semana siguiente, y así semana tras semana. También había mimos, el último Madelman, vacaciones en la costa de Alicante, y papá y mamá que me protegían de los matoncillos (no llegaban a más) del barrio. En la de Esteban no, no quedaba un hueco para el consuelo porque no había sitio para el miedo, porque en las peleas de los descampados no salvaba la campana, ni un árbitro vigilaba la limpieza de los golpes, porque en los confines de la ciudad, durante aquella niñez y hoy en día, el que llora recibe más. Ya dije en una ocasión, y repito aquí con más motivo, que lo que distingue a David Torres es su brutal instinto para lo humano. El vigor con el que consigue alzar a sus personajes de las palabras que los forman va más allá del mero estilo; parece increíble que un tipo con tanta literatura a las espaldas como David, metido en una novela que se circunscribe a las normas del género negro, tanto que la hemos visto mencionada en casi todos los foros especializados, lo que me resulta injusto por reductor, sea capaz de no desperdiciar una sola línea en tópicos, en reacciones esperadas, en respuestas de telefilm. Los niños de tiza van surgiendo a borbotones, inconteniblemente, socavando la seguridad de nuestro pasado, de nuestro buen hacer entonces y ahora, de este presente que creemos merecernos. No hay fantasmas de la niñez. Están en los barrios que nos rodean. David Torres ha colocado a Roberto Esteban ante los suyos. Su niñez no fue un espejo deformante, sino el primero de los muchos puñetazos que le esperaban.

Quizás podamos esperar aún algo de la novela; suelo ser pesimista al respecto, pero David Torres ocupa su rincón dispuesto a fajarse para que su género, porque es más suyo a cada página, resista un poco más antes de arrojar definitivamente la toalla.