David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


Falsificaciones

Uno de los mayores y más rentables fraudes de la actualidad consiste en la falsificación de objetos de marca. Los chinos son líderes mundiales del mercado. Por poco menos de mil euros, su señora puede pasear con un clon casi indistinguible del mismo bolso que pasea Carla Bruni por las pasarelas de la fama. Por cien o doscientos euros, uno puede adquirir una imitación casi perfecta de un reloj de lujo cuyo precio, en realidad, es de cinco o seis mil euros. Hace poco, en un bar, un vendedor ambulante me ofreció uno y lo pagué religiosamente con billetes del Monopoly.

Hoy en día es difícil distinguir la realidad de una copia barata. El año pasado descubrí que uno de mis mejores amigos, uno de esos grandes y viejos camaradas que me acompañan desde hace más de una década por los vaivenes de la vida, era más falso que un euro turco. Nada puede garantizarnos la procedencia del Rolex que cuelga de la muñeca de ese tipo de la inmobiliaria que va a estafarnos con un piso, sobre todo teniendo en cuenta que una garantía o un título de propiedad es mucho más sencillo de copiar que un complejo mecanismo de relojería. Probablemente ni siquiera la estafa sea auténtica. Para evitar este tipo de disgustos quizá lo mejor sea actuar como si todo a nuestro alrededor fuese made in China, incluidos nosotros mismos.

Siempre habíamos sospechado que las Baleares no eran unas islas de verdad, sino sólo un archipiélago de pega. En verano, la hermosa Ibiza revela su condición de vistoso decorado de exteriores. Como en un cortometraje de road movie en el desierto de Nevada o en el pasaje de una novela de Agustín Fernández-Mallo, Ibiza existe sólo para que esa pobre gente que sale de las catacumbas de alcohol y decibelios tenga un mar de papel de plata al fondo de las gafas de sol, unas cuantas rocas y pinos que contemplar en el trayecto que va de la discoteca al aeropuerto.

En cuanto a Mallorca, su condición de irrealidad, de escenario de película, la pregonan a los cuatro vientos esos carteles pagados del bolsillo de los contribuyentes que suplican que la gente hable el idioma de la tierra en lugar del alemán. Mallorca está plagada de falsificaciones, desde camisetas de fútbol hasta hipotecas quiméricas. En Escocia venden castillos con fantasma incluido pero Climent Garau ha perfeccionado la técnica del timo inmobiliario hasta el punto de vender únicamente el fantasma. Ni siquiera en la letra pequeña venían unas instrucciones para armar una casa prefabricada.

Por encima de la ensaimada y la sobrasada (productos autóctonos que, ante la imparable demanda internacional, ya se importan del extranjero) el ladrillo es el verdadero emblema nacional mallorquín. Pero resulta que aquí incluso el cemento es falso. No es de extrañar que Carlos Delgado haya impugnado el Congreso Regional del PP tras descubrir que muchos compromisarios sólo eran maniquíes de escaparate y muñecas hinchables.

(Publicado originalmente en El Mundo-El Dia de Baleares el lunes 16 de junio de 2008)