David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


Más nocilla

Cuando leí este alucinante fragmento de Nocilla Lab (pág. 55) pensé en Tulum, cuyas pirámides se derraman a orillas del Atlántico, en Yucatán; pensé en los templos de Angkor, donde no he estado jamás, en sus piedras invadidas de pájaros y de junglas; pensé en el aire incesante de Numancia, su puro cielo azul garabateado por tiza de aviones:

por eso no creo que el motivo de que existan lugares inhóspitos, lugares que están como desactivados del flujo del mundo, sea que en ellos el hombre le haya dado la espalda a la naturaleza, ni tan siquiera a la vida, ya que tales cosas no existen más que en el lenguaje, más bien creo que esa desactivación de los lugares inhóspitos respecto al mundo es debida a que son la ensoñación del resto del mundo, quiero decir que son zonas que son soñadas, y sólo soñadas, por el resto del planeta, y como tales, permanecen en silencio, inaccesibles a la materia, como le ocurre al sexo y a lo sueños, inaccesibles a ser narradas, un caso especial de lugares inhóspitos son las ruinas, pienso que lo que les ocurre a las ruinas es que han llegado a ese estado por su gran potencia simbólica antes de ser ruinas, cuando estaban en pie y habitadas, quiero decir que su gran potencia simbólica era tan intensa que tuvieron que ser abandonadas para que el mundo no se destruyera en ellas por exceso, por exceso de vida, para a partir de ese momento ser sólo soñadas, para constituirse en lugares inhóspitos, para que no les ocurriera lo que les ocurre a las parejas, que siempre se dejan cuando están demasiado cargadas de un estilo de vida propio, un estilo que no se parece nada más que a sí mismo, sí, las parejas se dejan en el momento en que están más cargadas de vida, de cotidianidad, de belleza, por plano y aburrido que sean ese estilo de vida propio, esa cotidianidad y esa belleza, se dejan cuando están en el más alto grado de potencia humana concebible, en efecto las parejas se asustan por tal perfección, se separan y generan una ruina, un lugar ya sólo soñado, una complejísima zona de afectos, lazos, odios, entendimientos, objetos, experiencias, que para siempre ya será inhóspita para el mundo ya que nadie la conocerá jamás

Todo este pasaje, como el resto del libro, es extraordinario. La idea de que una pareja genera su propia ruina, un espacio inaccesible en el espacio y en el tiempo, es asombrosa. Pero al mismo tiempo, como toda buena metáfora, se trata de una idea que no sólo provoca asombro sino reconocimiento, el vértigo platónico de lo que estaba ahí, acechante, antes de que la palabra viniera a descubrirla. Toda la trilogía de Fernández Mallo está llena de bellezas, de destellos, fogonazos que alumbran la oscuridad, cerillas que se encienden un momento y se apagan. Todo el proyecto Nocilla está vertebrado en torno a la noción de deslumbramiento, una noción, como se ve, más poética que narrativa e incluso, diríamos, más científica que poética, si decir eso no supusiese el mayor obstáculo que Fernández Mallo ha encontrado en su camino y que no viene de la fútil resistencia de quienes no lo han leído ni lo leerán, sino precisamente, de muchos que lo han leído, creen haberlo entendido y no se han enterado de la misa la media. Es decir: la seriedad, esa señora demasiado escuchada.

¿Cómo es posible no caer en el sentido del humor de una novela (Nocilla dream) que termina con un reparto indiscriminado de caramelos sugus? ¿Cómo es posible no reír a carcajadas con la idea de un palacio construido a mayor gloria del parchís? El problema consiste en la pedantería absoluta de cierta clase de mandarines literarios que creen que el humor no es serio. La creencia (en contra de los ejemplos de Cervantes, de Sterne, de Joyce, de Faulkner) en que las grandes obras están desprovistas del don de la risa. La ignorancia de que los más alucinantes thrillers de Hitchcock son al mismo tiempo muy graciosos y de que Kafka, (que leía en voz alta a sus amigos ese temprano pasaje de El proceso en que los policías se comen el desayuno al pobre K. cuando van a detenerlo) se mondaba de a risa sin poder remediarlo.

Si hay algo profundamente cortazariano en la trilogía Nocilla no es sólo su sentido de aventura intelectual o el cálculo estructural del azar sino la idea motriz de que la seriedad no es lo contrario de la profundidad sino la antítesis perfecta de la pesadez y la pedantería. El gesto serio y sobrio de la escritura de Agustín recuerda al de humorista Eugenio cuando arrancaba a contar un chiste. Ni una sonrisa, ni un amago, ni un guiño. No le tiembla el pulso lo más mínimo cuando escribe que la Coca-Cola es el único sabor original del mundo, el único que sólo se parece a sí mismo. Y de la autobiografía de Feynman (uno de sus textos seminales) extrae aquel pasaje en que el genial físico decide pedir siempre flan como postre para evitar que su cerebro pierda el tiempo en elecciones innecesarias.

No quiero decir con esto que la trilogía Nocilla sea una broma o que carezca de seriedad. Quiero decir que en el Proyecto Nocilla los dos sustantivos se anulan. Tal vez todo sea una broma pero sólo en el sentido de que el mundo también lo es: una broma cósmica. (Pienso, de paso, en cuánto le gustaría a Fernández Mallo, supongo, ese pasaje de Vacío perfecto en que Lem inventa el discurso de un premio Nobel imaginario, Alfredo Testa, que sostiene la tesis del universo como juego y elabora una física intencional.) Al intentar generar un espacio poético autónomo (toma pedantería), un jardín zen, una utopía imposible que cabe en una funda de guitarra Gibson y de la que ni siquiera conocemos las piezas, el Agustín demiurgo inicia una búsqueda (??un motor automático de búsqueda?) que lo lleva de semejanza en semejanza y de revelación en revelación hasta el solipsismo perfecto. Es una búsqueda condenada al fracaso, para empezar porque todos sabemos que también la Coca-Cola generó la Pepsi y que antes, incluso, existió la zarzaparrilla.

Por eso, porque todo posee su doble, su Pepsi, su imitación y su equivalente en algún lugar del universo, el demiurgo también se encuentra con el suyo en una penitencería desolada de Cerdeña y juega una partida mortal contra sí mismo, una partida cuyo desenlace no se guía tanto por las leyes del suspense narrativo como por las analogías y espasmos del poema. Figuras que se repiten. Formas que evolucionan. Olas del mar. Un cadáver que se corrompe, generando nuevas vidas, nuevos espacios. Una botella de Coca-Cola con un pedazo de limón deshaciéndose lentamente entre negras burbujas.

La imagen con la que comienza la novela es la desolación de Prypiat, una ciudad construida para albergar a los trabajadores de Chernobyl, que fue abandonada tras la explosión del cuarto reactor. Uno de los obreros regresa a Prypiat diez años después y no puede o no quiere reconocer su antigua casa. Merodea por el barrio, ve una serie de casas todas iguales pero no sabe dónde está (dónde estuvo) la suya. La ciudad no ha sufrido el menor daño, salvo la radiación y el abandono, pero merced a la catástrofe se ha transformado en una ruina, un espacio de enorme potencia simbólica, perfecto e inhabitable. Una novela o un poema.

Al destruir a su doble, al concluir el exorcismo del espejo, al convertirse en un objeto único, el demiurgo desaparece, las palabras ceden paso al dibujo y lo que queda es un libro, dos libros, tres libros, que han acabado por formar su propia devastación. El lector la mira, girando en círculos, y siente lo mismo que aquel pájaro de Borges cuya mirada salvó las ruinas de un anfiteatro. Una zona soñada donde se puede al fin entrar, jugar, leer, tomar un vaso de Coca-Cola.