David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


Plan de fuga

Creo que el éxito de la saga de James Bond, la más longeva de las franquicias cinematográficas, reside en buena parte en el hecho de que nadie se hace ilusiones acerca de su protagonista. 007 es, básicamente, un asesino al servicio del gobierno. Es frío como el hielo, cínico como la muerte y machista como él solo. La única concesión (lamentable) al público que ha hecho fue cuando Pierce Brosnan acató la orden de los productores de que Bond dejara de fumar para no dar mal ejemplo a los críos. Al parecer, la violencia, la chulería, el homicidio selectivo y el tratar a las mujeres como un trapo son ejemplos cojonudos para la juventud.

Poco tiene que ver, sin embargo, el 007 cinematográfico con el personaje original de Ian Fleming. El mayor erudito bondiano que conozco, el poeta Alvaro Muñoz Robledano, ha señalado en numer osas ocasiones que el dandy sabelotodo y políglota que conoce las mejores añadas de Dom Perignon es una evidente magnificación del Bond de las novelas, mero currito del espionaje al que las bellezas dan calabazas de cuando en cuando, como a todo hijo de vecino, y cuyo mayor talento está en su destreza con las cartas. Dicho sea aparte, Muñoz posee el poco envidiable record, probablemente único en el mundo, de haber leído íntegramente dos veces toda la saga de las novelas de James Bond y los siete volúmenes de En busca del tiempo perdido.

De todos los actores que han encarnado a Bond yo guardo un cariño inexplicable por Roger Moore, que era el que más chufla le metía al personaje. Sean Connery, como pronto se vio, era demasiado actor para calzarse la pajarita, Pierce Brosnan tiene un algo atildado que me da repelús y Daniel Craig resulta demasiado bestia y demasiado ruso: a quien de verdad se parece es a Putin. No entiendo por qué no funcionó el bueno de Timothy Dalton, quien ya en su día rechazó sustituir a Connery, quizás intimidado por el carisma de la estrella escocesa, y que no quiso continuar adelante provocando el fichaje de maniquí Brosnan. Tal vez recordaba más al Bond de las novelas, tal vez humanizó demasiado al agente secreto, en especial en su última aparición, Licencia para matar, que sigue siendo mi favorita de toda la saga.

Entre las chicas, hay un todo un repertorio de bellezas empezando por la despampanante erupción de Ursula Andress surgiendo de las aguas en 007 contra el Doctor No. No obstante, mis favoritas son Caroline Munro en La espía que me amó, Lana Wood en Diamantes para la eternidad, Tanya Roberts (que me recuerda enormemente a mi novia) en Panorama para matar, y Carey Lowell en Licencia para matar. Mención especial para Maud Adams en Octopussy, los pómulos más sexys que jamás hayan cruzado una pantalla.

Entre los villanos, guardo un cariño tonto por Mr. Wint y Mr. Kidd, la pareja de letales asesinos gays de Diamantes para la eternidad; una ternura circense por el Tiburón de Richard Kiel; un estremecido pavor por Franke Jannsen, que mataba a los tíos estrujándolos entre los muslos en Goldeneye; y un respeto inmenso por Scaramanga, el francotirador catalán interpretado con gélida solvencia por Christopher Lee en El hombre de la pistola de oro. Debo señalar que los villanos sí que han sufrido una auténtica decadencia en las últimas entregas de la saga, verbigracia, el magnate de la prensa interpretado por Johnatan Pryce en El mañana nunca muere, que inicia una guerra termonuclear entre China y Gran Bretaña con el sólo afán de vender más periódicos. Por no hablar de ese imbécil del que ni siquiera recuerdo el nombre, en Quantum of solace, que en vez de decicarse al negocio del petróleo, el oro, las armas, drogas o diamantes, trafica con agua, como un malo de Mortadelo y Filemón. (Cuánto sol hace: 007 contra el cambio climático, versión de Alvaro Muñoz).

Pero el nombre que nunca puede faltar en una película de James Bond era el único, el insustituible Desmond Llewellyn, alias Q, que incorporó al mayor Boothroyd en un montón de películas de la saga, y que iba envejeciendo a medida que Bond cambiaba de cara, de pajarita y de mapa geopolítico pero nunca de edad. Q no era sólo el encargado de proporcionar a Bond toda esa serie de gadgets impagables (relojes cortafríos, bolígrafos explosivos, coches submarinos, etc) sino también el único que de cuando en cuando le echaba un rapapolvo y le bajaba los humos. Nunca olvidaré cómo puso en su sitio al arrogante Pierce Brosnan cuando frena de golpe un coche por control remoto y está a punto de atropellar a los dos: «Madure, Bond».

Llewellyn se resignó, con un muy galés sentido del humor, a que sus generalmente breves apariciones en la serie bondiana usurparan todo el resto de su cinematografía y su trabajo teatral. Por eso tituló hermosamente sus memorias No sólo Q. Según el erudito Muñoz, Llewelyn se mató en un accidente de coche el mismo día que regresaba de presentar sus memorias. No era un Aston Martin sino un Renault Megane, pero, como señaló Pierce Brosnan en su bello responso: «Se fue de la manera que le hubiera gustado: sentado en los controles». Por esos misterios del azar, en su última aparición en la pantalla (El mundo nunca es suficiente), estaba hablando tranquilamente con James Bond en su laboratorio, apretaba un botón y de repente el sillón en que estaba sentado se convertía en un montacargas en el que desaparecía para siempre. Antes de esfumarse, le decía a Bond: «Tenga siempre un plan de fuga».