David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


Cócteles, pijos, proletarios

La otra noche ibamos Mijangos y yo lo bastante ciegos como para iniciar una de esas conversaciones que no se sabe ni dónde empiezan ni mucho menos dónde van a acabar. Empezar, lo que se dice empezar, empezamos al lado del estanco de Jesús Llano, en Cardenal Cisneros, personaje mítico donde los haya (el estanquero, no el Cardenal) con el que iniciamos una ronda de cervezas y carcajadas antes de que Jesús saliera a despachar un asunto aeronaútico. Con Jesús convenientemente despedido, nos metimos un kebap entre pecho y espalda, para pasar seguidamente a La Galería, un abrevadero sito en Costanilla de los Angeles donde fabrican los mejores cócteles de la capital al mejor precio, incluyendo un dry martini, un whisky sour y un manhattan que quitan el sentido.

-¿Les decimos que te sirvieron de modelo para el Oso Panda Herniado, el bar de El gran silencio?

-No jodas. No querrás que me echen matarratas en el café.

-¿Café? ¿Cuando has tomado tú aquí un café?

Entre unas copas y otras, la conversación recaló, como es habitual con Mijangos, en los siguientes apeaderos:

  1. la novela que está escribiendo a ratos sí y a ratos no.
  2. la novela que estoy a punto de terminar.
  3. Naomi Campbell con ligueros blancos.
  4. Anthony Burgess sobrio.
  5. Un solo monumental de Frank Zappa llamado Watermelon in Easter Hay, del album Joe´s Garage.
  6. Anthony Burgess borracho.

Aquí nos detuvimos porque el viejo mancusiano representa para ambos algo así como el máximo que se puede alcanzar en el arte de la novela. En cualquier libro de Burgess hay erudición, hay sabiduría, hay compasión, hay virtuosismo técnico, hay música a toneladas, hay emoción y hay, sobre todo, humor. Hace poco un nuevo popecillo de las letras hispánicas dijo en un alarde de estreñimiento mental que a él no le interesaban para nada las novelas con humor, lo cual equivale a sentenciar que no le interesa para nada la novela. Sin humor no existiría el Lazarillo ni el Guzmán de Alfarache ni el Quijote ni Moll Flanders ni Tristam Shandy ni Gulliver ni Gargantúa ni Miau ni Pickwick ni Leopold Bloom ni Joseph K ni el Barón Rampante ni Ijon Tichy ni el coronel Aureliano Buendía ni Horacio Oliveira ni casi nadie. Por supuesto tampoco existiría Kenneth Toomey, el mayor premio Nobel de ficción que ha existido, ni el papa Gregorio XVII, el único que nos haría volver al redil de la iglesia.

Repasamos cuáles eran nuestras novelas y escenas favoritas de Burgess y tuvimos que admitir que casi todas. El suicidio frustrado escaleras arriba y abajo en Las mujeres romanas de Beard. La travesía con un cadáver en la baca del coche en El hombre del piano. El arranque fantasmal y espectacular de Enderby por dentro. El protagonista de Cualquier hierro viejo, cocinero naval que sobrevive al hundimiento del Titanic e inmediatamente se apunta a la guerra de trincheras, para darle otra oportunidad a la muerte. El cáncer conversando con Freud en Fin de las noticias del mundo. La impresionante y sanguinaria parábola apostólica de Poderes terrenales.

No sé si fui yo o fue Mijangos o fue el alcohol, pero en cualquier caso a uno de los tres, o a los dos, o a los tres juntos, se nos ocurrió de pronto que una de las razones por las que nos gustaba tantísimo Burgess era su extracción social, un chaval huérfano de padre y madre, más pobre que las ratas y criado por su tíos en un pub de Manchester. Se nos ocurrió que toda la historia de la literatura podía dividirse entre niños pijos y chicos de barrio, y que Burgess, evidentemente, era un preclaro representante de estos últimos, como también lo fueron Cervantes, Shakespeare y Homero, que tan de barrio era que no se sabe ni de qué barrio era. No es que no hubiera grandes genios pijos (ahí estaban Quevedo o el bueno de Tolstoi para demostrarlo) pero detectamos una querencia, un particular cariño por los proletarios, algo parecido a lo que dijo Carlos Barral cuando tropezó con Juan Marsé, el único escritor de clases bajas en el revoltijo de la gauche divine. El olor a pana de Miguel Hernández en lugar de la colonia de pitiminí de Lorca o Alberti. Quienes lo trataron a patadas, por cierto.

Neruda dijo una vez de José Donoso que estaba a ser llamado el gran novelista de Chile porque «nadie sentía el frío de los pobres como él». A lo mejor se trata de eso.