David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


El Nini lo dijo

La muerte de Delibes, como la de todos los grandes, siempre nos pilla con el pie cambiado. Qué decir ahora del hombre que aró el rostro de Castilla, que hizo posible la película más extraordinaria del cine español y que escribió uno de los finales más conmovedores de la literatura. Era nuestro penúltimo clásico vivo (el último, ahora, es Marsé), un hombre en el buen sentido de la palabra bueno, y el único reproche que puede hacérsele a una vida tan digna, tan alejada de los fastos literarios y tan llena de libros memorables es que no frecuentara más la ciudad para darnos una gran novela urbana que poner al lado de El camino o Las ratas. Pero ése era precisamente su gran amor y su grandeza: la fidelidad a la naturaleza, el frío sabor del campo por la mañana, el dibujo de los algarrobos visto a través de la mira de una escopeta.

Es difícil seguir la senda de Delibes, no sé si por su austeridad, su bondad o su tristeza de jubilado, quizá porque es imposible repetir el cristal de una prosa que zizaguea y refresca como el agua. Es más fácil aprender algo de Marsé o de Torrente Ballester, maestros en donde uno puede guardar más las apariencias. Sin embargo, en mi primera novela, escogí de epígrafe, al lado de un verso de Rilke, una cita de El camino, una frase impresionante de Paco el Herrero referida a la muerte de Roque el Moñigo que resuena en la novela con la potencia de un verso de Shakespeare:

-Los hombres se hacen. Las montañas están hechas ya.

Lo primero que leí de Delibes fue un fragmento de Las ratas en un viejo libro de lecturas de Anaya, aquel en el que todo el pueblo está pendiente de una helada que va a agostar la cosecha y el Nini, un niño vagabundo que es también un espíritu del campo, profetiza que el sol quemará el trigo a menos que se levante un temporal de viento y sacuda el hielo de las espigas. El modo sobrecogedor en que Delibes describe la espera angustiada de los labradores en la taberna es una obra maestra de suspense, como lo es la suavidad del soplo con que se anuncia la llegada del viento salvador, tan milagroso como la inspiración de un novelista excelso.

El lo dijo. El Nini lo dijo.