David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


Una vindicación wagneriana

Como si hiciera alguna falta. Nietzsche escribió una vez: «Se sea lo que sea, hay que empezar por ser wagneriano». También dijo del comienzo del Anillo, esa interminable nota pedal que configura el preludio del mundo: «Esto no es música. Es metamúsica». Tenía razón. Wagner, en las fotos, tenía un aire a John Wayne con boina, pero en realidad era un enano cabezón que le quitaba las novias a los amigos. También era el músico definitivo, el prototipo de artista total, genial, egoísta, sin escrúpulos, el hombre que recoge todos los testigos del pasado, los mezcla en el crisol del presente y los lanza sin miedo hacia el porvenir. De Wagner viene Richard Strauss, sí, pero también Mahler y Sibelius, Messiaen y Rautavaara. Toda la música de cine, desde Korngold hasta John Williams pasando por Jerry Goldsmith, ha mamado del gran compositor alemán y su teoría de la melodía infinita. El tema de amor de Vértigo, un incomparable éxtasis de Bernard Hermann, es un buen ejemplo.

Su obra es una de esas cosas que están por ahí, en el limbo del arte, inmensas y ciclópeas como las esculturas de Miguel Ángel, las tragedias de Shakespeare o las películas de John Ford. A su lado, uno no sabe muy bien qué hacer, cómo vivir. Con la partitura de Tristán e Isolda Wagner consiguió un testimonio imperecedero del amor y la muerte, el Taj Majal de la historia de la música. La silueta nívea de ese sagrado monumento indio atesora la pasión que un marajá de la época sentía por su esposa muerta a través de un milagro de líneas tan inconfundible que el marajá mandó matar al arquitecto para evitar que alguna vez se alzara algo semejante sobre la faz de la Tierra. No lo logró: Tristán e Isolda también encierra entre sus oscuros pentagramas un amor inmortal, el ardor que Wagner sintió por Mathilde Wesendock, esposa de uno de sus mecenas, pero sus dimensiones paranormales, su dificultad tremenda, también estuvieron a punto de enterrar a su artífice. Wagner escribió en una carta a Liszt: ??Con la bandera negra que ondea al final del último acto me envolveré para morir?. Eran otros tiempos.

Una a una, cada ópera de Wagner es por sí sola un mundo, pero juntas forman algo así como una constelación de maravillas, un océano de vida, un universo. Del Tristán, de Tannhauser, del Anillo, de Parsifal, podría decirse algo semejante a lo que Karajan dijo una vez de las sinfonías de Sibelius: ??Son como las Masas Erráticas. Están ahí, son colosales, son de otra época y nadie sabe cómo han llegado hasta allí. De modo que es mejor no preguntarse por qué?. Una sola de esas tremendas partituras le daría crédito a un músico para varias generaciones, pero el conjunto es sencillamente apabullante. Parece mentira que un solo hombre haya cargado con semejante peso sobre sus hombros. Más increíble aun es el hecho de que Wagner comenzara a estudiar música a los quince años y que se considerase a sí mismo poeta e ideólogo, un heredero de Schonpenhauer.

Una vez estuve a punto de escribir un cuento o una novela corta que trataba sobre un tenor que finalmente se transfigura en Tannhauser. Nunca pude sacar nada en claro de semejante argumento, salvo la frase final, que decía: «Mientras tanto, en Venecia, con resignada desesperación, Wagner muere». No vi la tumba de Wagner en Venecia. Tal vez no quise verla. Recuerdo las lápidas de Ezra Pound y señora, de Igor y Vera Stravinsky, de Dhagilev, la tumba de Joseph Brodsky con un ramillete de flores frescas. Cuando era muy joven y aún no había compuesto ni una nota, Richar Wagner sólo era un joven revolucionario dedicado a la política. Estaba subido a lo alto de un campanario, arrojando panfletos mientras los soldados disparaban. Un amigo le dijo que se escondiera, que podía alcanzarlo una bala. Wagner se volvió hacia él, con la alegría perfecta de Parsifal en la cara, y gritó: «¿A mí? Yo soy inmortal».