David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


Peter Matthiessen: El leopardo de las nieves

En el otoño de 1973 el escritor y naturalista Peter Matthiessen y el zoólogo George Schaller viajaron a la zona de Dolpo, en el Himalaya, para estudiar la fauna del lugar y aconsejar al gobierno nepalí sobre la conveniencia de establecer  allí una reserva natural. Una de las especies que más llamaban su atención era el bharal o cordero azul del Himalaya, un extraño y huidizo animal que Schaller consideró como el antecesor vivo más antiguo común a cabras y ovejas. Pero el verdadero objeto del viaje era localizar a uno de los animales más misteriosos y hermosos del planeta: el leopardo de las nieves.

 La búsqueda de este gran felino en vías de extinción sirve a Matthiessen de excusa para internarse por un paisaje desolado y cristalino, plagado de dificultades, que pondrán a prueba su fortaleza y su paciencia. Porque a medida que avanzan por los serpenteantes abismos de la meseta tibetana, cruzando abismos y pasos de alta montaña, los dos viajeros tienen que ir despojándose de los fardos y comodidades que acompañan al hombre occidental. Las largas caminatas a pie a través de la nieve y los valles escarpados suponen también un viaje marcha atrás en el tiempo, hacia antiguas formas de vida que parecen estancadas en una quietud de siglos. En la forzada convivencia de las tiendas, en el silencio de los monasterios clausurados, Matthiessen y Schaller se ven obligados a desprenderse de todas las máscaras de la civilización y entregarse a una existencia austera, exigente y difícil. A veces, en el reducido espacio de la tienda, sus egos se enfrentan y chocan como la cornamenta de los corderos azules en la época de celo. Otras veces, las discusiones dan paso a reconciliaciones insensatas, alegres y casi pueriles. Sus personalidades se van limando hasta adaptarse a la naturaleza elemental que los rodea y al carácter infantil y despreocupado de los porteadores sherpas que les acompañan. Poco a poco, Matthiessen comprende que el viaje que ha emprendido no es tan sólo una búsqueda física, sino un camino espiritual, una transfiguración, y que el paisaje que les rodea no es más que una transposición de sus propias almas.

Matthiessen escribió El leopardo de las nieves como un texto híbrido, a mitad de camino entre el libro de memorias, el diario de viaje y el reportaje científico. El texto se va abriendo en espirales cada vez más hondas, que van de las simples anotaciones de las migraciones de aves o del emplazamiento de los campamentos, a los lentos y complejos movimientos del espíritu. En la fatiga que se abre paso al final del día, junto a los pies lastimados y la pesadez de cabeza provocada por la altitud, empieza a crecer el recuerdo de un dolor más hondo. Matthiessen recuerda la terrible agonía de su esposa, los últimos meses que pasaron juntos e intenta destilar el dolor de esa experiencia ??el dolor de toda experiencia?? a través de las enseñanzas del budismo zen: 

       Ojos castaños nos observan mientras pasamos. Al enfrentarse con el sufrimiento de Asia, no es posible mirar, pero tampoco es posible volverle la espalda. En la India, el dolor parece tan omnipresente que sólo se advierten detalles sueltos, como una pierna deforme o la ausencia de un ojo, un perro paria enfermo que come hierba agostada, una anciana que se levanta el sari para mover el vientre apergaminado junto al camino (…). Shiva baila en los alimentos con muchas especias, en los jubilosos timbres de la bicicletas, en las coléricas bocinas de los autobuses, en el parloteo de los monos de los templos, en el lunar bermellón que las mujeres llevan en la frente e incluso en el olor a carne humana carbonizada que se extiende por las escaleras a orillas del río. La gente sonríe: ése es el mayor milagro. 

Al emprender el viaje, una de las esperanzas de Matthiessen era encontrar un maestro zen que le ayudara a comprender el sentido de tanto sufrimiento, pero poco a poco todas sus expectativas van siendo frustradas. Las bajas temperaturas han desalojado el poblado de Shey y el monasterio de la Montaña de Cristal, en cuyas inmediaciones han acampado, se encuentra cerrado a cal y canto. Al igual que el enigmático leopardo ??un sigiloso animal casi imposible de descubrir a simple vista??, la paz añorada por Matthiessen no aparece por ningún lado. Todos los objetivos que pretende la expedición parecen esfumarse en el horizonte de una persecución que no deja más huella que su propia sombra: unos cuantos lobos que bajan al anochecer, unos buitres planeando en el horizonte, una manada de corderos azules entre los riscos. Encajonado en el círculo de los anhelos, Matthiessen se esfuerza en vano por romperlo, por escapar del espejismo de los deseos y nostalgias inútiles. Como en los koan zen, donde los acertijos se definen por la resonancia de su absurdo, la mentalidad pragmática se encuentra prisionera del pensamiento lógico, sin ser capaz de dar el salto hacia el lugar donde sus cadenas no sólo se romperían sino que dejarían de existir. Matthiessen quisiera agotar el dolor hasta las heces, beber de la calavera llena de sangre que es uno de los símbolos máximos del budismo y que simboliza la muerte desbordante de vida.                     

 

Paradójicamente, cuanto más se esfuerza en comprender uno, tanto más se estrella con la impaciencia de un joven aprendiz. Es el viejo, antiquísimo dilema de un racionalismo de siglos, impotente ante el misterio del pensamiento oriental. La poesía, la música a veces, en raras ocasiones la filosofía, se han acercado a esas iluminaciones que Matthiessen apunta en su cuaderno y que se escapan de las manos de repente, como una pluma en el viento:               

       El secreto de las montañas es que existen, igual que yo, pero se limitan a existir, cosa que yo no hago. Las montañas no tienen ??significado?, son significado; las montañas son. El sol es redondo. Yo vibro con la vida y las montañas vibran y, si soy capaz de oírlas, hay una vibración que compartimos. Entiendo todo esto, no con la cabeza sino con el corazón, sabiendo cuán absurdo es tratar de captar lo que no se puede expresar, sabiendo que otro día, cuando vuelva a leer esto, sólo quedarán las palabras. 

En este sentido, esas ráfagas de conocimiento que sólo se alcanzan a vislumbrar de cuando en cuando, se transforman en el verdadero tesoro de la expedición, una expedición que sólo cobra sentido cuando los viajeros aceptan el absurdo de su participación en el absurdo total de la existencia. En ese punto, las risitas de los sherpas, la timidez de los corderos azules, la lejanía de los buitres y la ausencia del leopardo se resuelven en una revelación de belleza fulgurante: el viaje es el sentido mismo del viaje. No hay más allá. La búsqueda desesperada de un después, de una recompensa, repercute con la vaciedad que sigue a un orgasmo en el vacío total de nuestras tristes vidas. El buitre en su ancho vuelo, el sherpa en su pobreza, el monje en su retiro viven la lucidez de un presente absoluto, un instante desligado del ego, fuera del antes y el después y el ahora, entregado en la reverberación pura del ser: 

       Quizá ese miedo a la impermanencia explica el ansia con que consumimos los pocos bocados de experiencia, en carne viva, que nos ofrece la vida moderna, por qué la violencia es libidinosa, por qué la lujuria nos devora, por qué los soldados eligen no olvidar sus días de horror: nos aferramos a esos momentos extremos en los que parece que morimos y en los que, por el contrario, renacemos. En el abandono sexual, al igual que en el peligro, nos vemos empujados, por muy brevemente que sea, a ese presente vital en el que no permanecemos al margen de la vida, sino que somos vida, nuestro ser nos llena; en el éxtasis con otro ser, la soledad desaparece en la eternidad. 

Sólo al final, cuando el viaje ya ha acabado, Matthiessen comprenderá que el dolor profundo y esencial de la existencia tiene la misma cualidad que la muda de la serpiente al desprenderse de su antigua piel. Es al final del viaje cuando los tesoros encontrados aparecen delante de él, inútiles ya como un recuerdo o el pellejo reseco después de la metamorfosis. Es entonces cuando cae en la cuenta de que Tutken, uno de los porteadores que le acompañó durante todo el camino, era tal vez el maestro que él tanto había esperado. Como el leopardo que jamás apareció ante sus ojos.