David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


Donde las calles no tienen nombre

De la conjunción entre el recuerdo de una gloriosa canción de U2 y la maestría de Stalin como precursor absoluto del photoshop, me brotó este artículo, un tanto espeso, sobre la amnesia voluntaria. No hay nada malo en querer olvidar un período ominoso de nuestra historia reciente, salvo el hecho de que el olvido forzoso siempre implica traumáticas desfiguraciones y correcciones a toro pasado. Si algo hemos aprendido del psicoanálisis es que no se puede olvidar nada sin haberlo asumido primero. Pocas cosas me revientan tanto como el hecho de que, por ejemplo, atribuyan al otro bando la matanza de Casas Viejas o de que cuenten la Guerra Civil como una película de buenos muy buenos y malos muy malos (una película de Ken Loach, ese Rambo de izquierdas, vamos). La Historia con mayúsculas siempre suele ser algo más complejo que un simple conflicto maniqueo y quienes hacen chistes con las chekas o con el gulag, se librarían muy mucho de ensayar uno con el Valle de los Caídos, Treblinka o la Gestapo.

JAB?N ONOMÁSTICO

Si quienes ponen tanto empeño en cambiar el nombre de las calles, pusieran la mitad de esfuerzo en barrerlas, Palma brillaría como los chorros del oro. Esta obsesión por la limpieza onomástica recuerda el miedo de los judíos conversos por esterilizar sus apellidos para no dejar el menor rastro de ADN hebraico. Alguno quizá se piense que, a fuerza de suprimir los símbolos y trazos del franquismo, también podemos eliminar el pasado. Ese vudú gramatical, aparte de caro para el bolsillo del contribuyente, puede ser contraproducente. Zapatero aún se despierta cada mañana pensando que puede ganar la Guerra Civil con 70 años de retraso.

La molestia de esas calles con nombres y apellidos reconocibles al primer golpe de vista es que nos recuerdan las cuatro décadas que tuvimos a aquel caudillo enano subido a la chepa. Mucha gente presume todavía de haber corrido delante de los grises en los tiempos de la transición, pero (aparte de la rápida comprobación matemática de que, si echamos cuentas, la mayoría de ellos aún no habían hecho la primera comunión) la simple y pura verdad es que Franco murió tranquilamente en su cama, desmintiendo con un póstumo corte de mangas toda aquella heroica parafernalia. Se murió de viejo, de tedio, de asco. Nuestra libertad no fue fruto de un triunfo de la política sino una derrota de la medicina, a Dios gracias.

Las calles no deberían tener nombre. De hecho, la inmensa mayoría de nuestras calles no lo tienen. Es decir, están dedicadas a militares casi anónimos, a próceres de la patria que fueron famosos en su momento pero que ahora apenas si ocupan un renglón en las enciclopedias. Hay gente que pide que rebauticen todas las calles con nombres de demócratas y de luchadores por la libertad, pero entonces Palma se nos iba a quedar en nada o en casi nada, transformada en uno de esos pueblos con gasolinera en una carretera de dos direcciones. Para rellenar el callejero, habría que echar mano de cantantes, de futbolistas, de Paquirrín, del Chikilicuatre y del Gran Wyoming.

Mi amigo Abraham García me contó que cuando viajó a Albania se quedó desconcertado porque allí las calles, como en la famosa canción de U2, no tienen nombre, ni siquiera número como en Nueva York. Las avenidas se bautizan arbitrariamente, dependiendo del famoso de turno o la actriz que viva en ese momento en ellas. En vez de callejero, los taxistas de Tirana llevan en el salpicadero una guía de televisión. No sé si esto fue un empeño personal de Enver Hoxha, aquel comunista carnicero (perdón por el pleonasmo) que, como todos los tiranos desde que el mundo es mundo, se han empeñado en borrar todos los símbolos del pasado anteriores a su llegada al poder. Stalin no se conformaba con matar a sus adversario políticos: después los borraba de las fotos.

Pero el pasado es cansino y obcecado, se empeña en perdurar, aun por debajo del jabón onomástico.

(Publicado originalmente en El Mundo-El Dia de Baleares, el lunes 26 de mayo de 2008)

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