David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


Regresando a los melones

Camus escribió una vez que todo lo que necesitaba saber sobre ética podía haberlo aprendido en un campo de fútbol. Me extraña mucho. No sé cómo sería el fútbol en tiempos de Camus pero lo que recuerdo dice muy poco a favor de ese deporte que se juega con los pies y donde la victoria lo es todo, o casi. Recuerdo la mano vergonzosa de Maradona. Recuerdo el repaso de huevos que le hizo Michel a Valderrama, a ver si le tocaba los cojones. Recuerdo la frase de Buyo cuando le expulsaron por una entrada salvaje a un delantero para evitar un gol: «Me han echado por defender los colores de mi equipo». Recuerdo la expresión de cólera homérica del entrenador Bilardo cuando uno de sus segundos ayudaba a un rival caído en el suelo. Bilardo se echaba las manos a la cabeza y berreaba como un niño al que han matado a su madre: «¡Me quiero morir! ¡Me quiero morir!» Luego, le dijo al pobre hombre: «Qué carajo me importa el otro. ¡Pisalo! ¡Pisalo!» (http://www.youtube.com/watch?v=rvB-8tTphws). Todo un ejemplo de ética.

Luego, mucho más tarde, descubrí el rugby, y lo descubrí como la antimateria perfecta del fútbol. Todo lo que en el fútbol es bajeza, tocomocho y mariconería vil, en el rugby es honor y grandeza. No en vano, se dice que el rugby es un deporte de bestias jugado por caballeros y el fútbol un deporte de caballeros jugado por bestias. Junto a mi hermano Dani, que me enseñó la difícil gramática de las melés y los avant, fuí aprendiendo una belleza inédita sobre un césped inmenso, una tensión brutal, una estética. Aquellos hombretones se movían avanzando hacia delante mientras lanzaban el balón hacia atrás. Placaban a los rivales con una brutalidad manifiesta y, sin embargo, nadie se revolvía, nadie se quejaba, nadie daba una patada. Qué poco tenía que ver aquel jugador de rugby que se levantándose con la testuz rota con los lloriqueos dramáticos de un delantero sujetándose el menisco (http://www.youtube.com/watch?v=yfrEeWS3_Ss&feature=related). El momento en que los All Blacks se plantan de pie, antes del partido, y ejecutan el haka, la danza guerrera maorí, para acojonar a sus adversarios (http://www.youtube.com/watch?v=zmM7QeoCP1Y&feature=fvst). El momento (que no puedo escuchar sin llorar) en que sesenta mil gargantas entonan en Cardiff Land of my fathers, el himno nacional galés (http://www.youtube.com/watch?v=5e-DkRgQ5-c&feature=related).

Había momentos en que el balón pasaba de un jugador a otro milagrosamente, como sostenido por un hilo mágico, como éste ensayo de Gareth Edwards jugando con los Barbarians contra los All Blacks en 1973 (http://www.youtube.com/watch?v=AwCbG4I0QyA), y considerado el mejor ensayo de todos los tiempos. Sólo admite comparación con éste otro de 1991 en que la selección francesa toreó también nada menos que a los All Blacks pasando el balón por las manos de los quince jugadores en un doble abanico de un lado a otro del campo y que mereció un análisis a doble página en el Paris Match (http://www.youtube.com/watch?v=PddHPJgD7cY&feature=related).

Recuerdo la emoción de la gran final de Sudáfrica, con Nelson Mandela aplaudiendo de pie la esforzada victoria de los Springbooks contra los All Blacks, el mejor broche de oro al fin del apartheid. Recuerdo a Jonah Lomuh, un jugador de rugby neozelandés que medía 1’90, pesaba 120 kilos y era capaz de correr los 100 metros en 11 segundos. No recuerdo cómo se llamaba el defensa sudafricano encargado de frenarlo (en la semifinal contra Inglaterra, Lomu se quitó de encima al gran Mike Catt con una simple topada en el pecho) pero no se me va de la cabeza cómo logró que Lomu no anotara ni una sola vez, tirándose a sus tobillos en un despliegue homérico. Recuerdo cuando le descubrí la hermosura del rugby en la trastienda de Viridiana a Abraham García, mientras nos estrecíamos con alguno de los placajes brutales de Sebastièn Chabal. Recuerdo una sobremesa emocionante junto a Román Piña en el bar James Joyce de Madrid, muy cerca de la Cibeles, mientras veíamos un partido del Torneo de las Cinco Naciones, entre caña y caña.

Ahora en el rugby ha entrado mucho dinero en juego y empiezan a verse conductas vergonzosas, como ese entrenador que hizo que uno de sus jugadores fingiera una lesión con una ampolla de sangre para poder reemplazarlo por su mejor zaguero antes de un lanzamiento crucial. Una pena, pero el dinero lo mancha todo. Incluso ese deporte perfecto donde el balón tiene forma de melón.