David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


Versiones del infierno

Sucede que el hombre siempre ha estado fascinado por la posibilidad del infierno y ha dedicado buena parte de sus esfuerzos a recrearlo, tanto en la realidad como en la ficción. El siglo XX ha sido especialmente fructífero: Auschwitz o Kolyma son versiones tan refinadas de un tormento universal, con miles y miles de condenados gimiendo tras sus muros, que hasta el Dante hubiese bajado la cabeza avergonzado y confesado que la realidad supera al sueño.

 

 

 

Al igual que sus monstruosas encarnaciones, aquel populoso abismo florentino lleno de gradaciones sutiles y círculos concéntricos peca por exceso. Un caballero inglés llamado Beckford imaginó un infierno personal y portátil, tan horrible como las cárceles nazis y las neveras soviéticas: consta de una sola llama ardiendo en el pecho del condenado, una quemadura de fuego que no se apaga nunca. En teoría, como ya señaló Borges, basta la eternidad para hacer de un dolor de muelas, un picor o una simple gripe, un sufrimiento insoportable.

 

Pero quien quiera ahondar en los secretos del infierno no debería dejar pasar el caso de esa anciana de más de noventa años sistemáticamente martirizada por su marido, un vejestorio veintitantos más joven. La condenada va en silla de ruedas y su demonio personal la golpea sistemáticamente, en la calle, en casa, por el puro y simple gusto de hacer daño, porque sí, porque puede. A mí me ha bastado imaginar un solo día de la tortura atroz en que debe consistir estar impedida, indefensa, a merced de un imbécil, sometida a sus caprichos y violencias seniles, para que se me revolviera el estómago. Una novela que explorara a fondo las relaciones entre esa pareja y fuese capaz de mirarlos cara a cara, más allá de los caminos trillados de la compasión o el sadismo, tal vez podría decir algo nuevo sobre el infierno, echar una pequeña luz en el corazón humano y su infinito almacén de tinieblas.

 

Como tantas otras veces, la mujer no ha querido denunciar a ese montón de escoria que ejerce como su carcelero. Detrás de esa decisión hay miedo, por supuesto, pero también barrancos más profundos: entre otros, ese horror cotidiano que los expertos llaman dependencia, y que en última instancia significa que el odio puede ser una pulsión tan adictiva como el amor. La anciana paralítica y el montón de escoria siguen juntos porque se necesitan, no a pesar de los maltratos, los bofetones y el asco, sino precisamente por ellos, porque no conciben ya la vida el uno sin el otro. Todos sabemos cómo acabará esta historia y eso es lo peor: que el infierno perfecto ni siquiera necesita cerrojos.