David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


¡Que viva México, carajo!

Si alguien me hubiera dicho que en México iba a nadar al lado de un tiburón de doce metros, en alta mar, sin más protección que unas gafas de buceo, le habría dicho que estaba borracho. Sin embargo, el penúltimo día de viaje salimos del hotel sobre las seis de la mañana rumbo a Punta Sam, al norte de Cancún, para de ahí tomar una lancha que nos llevaría hasta las inmediaciones de Holbox, la isla donde estos enormes animales suelen reunirse en los meses de verano para alimentarse.

Aunque pertenece al mismo género que los tiburones asesinos, el tiburón ballena tiene más de segundo que de lo primero. Es una criatura pacífica y bonachona que se alimenta exclusivamente de plancton, y también el más grande de todos los peces (por encima de él sólo están los mamíferos marinos, ballenas y cachalotes). Nadar a su lado, en esa profundidad azul donde brillan las minúsculas luces del krill, era regresar por unos instantes al océano primigenio, la madre agua, la cuna de la vida.

Le pregunté a nuestro buceador guía si aquello no era peligroso, no por el tiburón ballena, sino por los otros animales que podían acudir al reclamo de las lanchas. Al fin y al cabo estábamos nadando en el Caribe.

-Sí, bueno. A veces vienen tiburones de los otros. Pero no pasa nada.

Las manchas blancas y el tablero de ajedrez que rayan la piel del tiburón infunden una extraña calma, como lo hacen también sus líneas redondeadas, su suave morro y sus tranquilos ojillos. Está prohibido tocarlo pero no es raro que él te toque a ti, ocupado como está en llenarse la andorga de plancton. La verdad es que es más peligroso cruzar la Gran Vía en hora punta.

Me dejo en el tintero los cenotes, la laguna de Akumal, los peces de colores, las rayas de Xel Ha, el sabor del margarita. En Playa del Carmen, poco antes de irnos al aeropuerto, un anciano me oyó estornudar por culpa de la resaca de la noche anterior, y en vez de decir «Salud», preguntó:

-¿Demasiada coca?

-No, no tomo coca.

-¿Y a qué esperas?

Sólo en México podía concebirse esa chulería genial que Juan Rulfo pone en boca de un borrachito en Pedro Páramo:

-¡Ay, vida, no me mereces!