Tropezando con melones – Blog de David Torres » Blog Archive » Malcolm Lowry: Bajo el volcán

David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


Malcolm Lowry: Bajo el volcán

Antes de darles envidia, mientras llegan las fotos de mi periplo mexicano, he rebuscado entre viejos papeles hasta encontrar una reseña de la obra maestra de Malcolm Lowry que escribí hace unos diez años. Colaboraba entonces en una revista preciosa llamada Cartographica, dirigida por un pelagatos trepa de cuyo nombre no quiero acordarme, maquetada por mi buen amigo Manolo Abia y donde colaboraron también otros grandes y buenos amigos, como Pedro Diaz del Castillo, portadista oficial de mis tres primeros libros y Antonio Polo, heredero espirtual de Italo Calvino. Ambos, Pedro y Antonio, forman la base de la revista Ariadna (www.ariadna-rc.com), el lugar que acogió mis primeros textos y donde conocí a esa pléyade de enormes poetas que incluye también a Jesús Urceloy, Rafael Perez Castells y Juan Manuel Navas.

Leída hoy, puede parecer que la reseña peque del entusiasmo y la ingenuidad de la juventud, pero no conviene engañarse: siempre he sido un entusiasta y un ingenuo, sobre todo en lo que toca a grandes escritores. Además, creo que a la novela de Lowry le conviene este tono melodramático, tan excesivo y poderoso como un océano de lenguaje de donde emergen algunas de las mejores imágenes escritas en cualquier lengua. No puedo olvidar una, al inicio de uno de los capítulos centrales, en que se describía el fulgor, el volumen monumental del firmamento mexicano: «las nubes pasaban por el cielo azul como proyectos escultóricos por el cerebro de Miguel Angel».

Lowry cuenta que, cuando era un niño, su padre lo llevaba al colegio por la mañana temprano en coche a través de una larga carretera helada y que siempre se encontraban con el mismo tipo tambaleante que caminaba por el arcén con una cogorza tremenda. Su padre bufaba «qué asco de borracho», pero el pequeño Malcolm admiraba en secreto a aquel héroe capaz de atravesar la nieve pertrechado sólo con una botella. Uno de esos días decidió lo que quería ser de mayor: sería un borracho.

Geoffrey Firmin, el Cónsul, es sin duda alguna, el mayor borracho de la literatura.

Todo es desmesurado en este libro: desde el volcán que preside el ir y venir de los protagonistas con indiferencia divina, a la barranca abierta como las fauces de un monstruo mitológico. Todo es hermoso y terrible a un tiempo: la belleza dolorida de Yvonne y la hermosura salvaje de México, vistas desde el temblor de una borrachera interminable. Porque, al fin y al cabo, de eso se trata: de una larga, intolerable, aterradora resaca de veinticuatro horas, las que invierte Geoffrey Firmin, el Cónsul, en cruzar el Día de los Muertos, acosado por los demonios de la soledad, el mezcal y la memoria.

 

Escrita y reescrita una y otra vez, perdida y reencontrada, esta novela constituye el texto maldito por excelencia de la narrativa contemporánea y su penosa gestación fue sólo la primera estación del largo viacrucis en que su autor se vio envuelto hasta que la vio al fin publicada. Porque desmesurada fue también la odisea de Lowry en busca de editor para su biblia, su peregrinaje de borrachera en borrachera y de casa incendiada en casa incendiada, como otro Cónsul aparatosamente perseguido por la mala suerte.

 

Con una novela así no vale preguntarse si valió la pena. Los personajes â??Yvonne, el Cónsul, su hermano Hughâ?? son zarandeados por el destino tan despiadadamente como si el autor fuera Dios, o como si no hubiera Dios o no lo hubiera habido nunca. No en vano, la acción transcurre en Cuernavaca, en una ciudad que bien podría ser el infierno. No en vano estamos en México, en el México luminoso y atroz de Malcolm Lowry, que es tanto como decir en el reino de los muertos, un mundo donde el alcohol toma el color y el lugar de la sangre y donde el amor es sólo su ausencia.

 

Tal vez Bajo el volcán no sea una novela adecuada para nuestros tiempos. Tal vez Bajo el volcán no sea una novela adecuada para ningún tiempo ni para ningún lugar, y por eso el destino quiso destruirla, tomando la forma de sucesivos incendios y las máscaras de sucesivos editores miopes. Pensada desde la plantilla del Inferno de Dante, repleta hasta los topes de símbolos y alegorías (el Jardín, la Rueda, el Abismo), concebida en acordes, como una sinfonía o un poema, Bajo el volcán es, ante todo, una tragedia griega, una epopeya del delirium tremens, su mapa más preciso, abigarrado y lúcido.

 

Sin duda alguna, uno de los libros capitales del siglo, enorme, inmenso, como uno de los grandes murales de Rivera. El amor y el desamor lo recorren de punta a punta, en vastas cordilleras de dolor; el destino lo parte en dos, de pronto, de un papirotazo. Es un libro de amor y ya se sabe que en el amor uno siempre comete la estupidez de decirlo todo. Lowry sólo duplicó su error al acometer la vieja, apasionada pretensión faulkneriana de intentar meter el mundo en una sola frase.