David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


Volando vengo

Si me preguntaran con qué escritor mítico me hubiese gustado tomar una copa, no lo dudaría un segundo: con Cortázar. Una vez trabajé vendiendo enciclopedias a domicilio (¿te acuerdas, Pedro?) en una especie de garito para incautos dirigido por un elfo con peluquín. Duré dos días, a las órdenes de un tipo capaz de venderle una bandera de España a Moratinos, y el segundo vendí una enciclopedia a una joven madre de Vallecas. Me sentí fatal, igual que si hubiese estafado a un ciego. «Tú no vales para esto, chaval» me dijo el vendedor, que me había contado que a él todo ese rollo de la cultura se la traía al pairo, que le daba lo mismo vender escobas que aviones a reacción.

Pero creo que acepté el trabajo (aparte de porque necesitaba el dinero) porque el elfo pringoso que dirigía el garito me dijo, durante la entrevista en que me reclutó, que había conocido a Cortázar cuando trabajó en Barcelona (no recuerdo si dijo en Planeta o en Seix Barral). Por aquel entonces, Cortázar era el escritor que yo más admiraba (ahora, probablemente también). Le pregunté cómo era Julio y, después de pensarlo un poco, me dijo:

-Tonto. Cortázar era muy tonto.

Aquellas palabras significaban el despiece de un mito amorosamente urdido durante años y años de lecturas. Hay que tener en cuenta que a mí Cortázar me cambió la vida. Todavía recuerdo la sensación irrepetible que tuve al leer por primera vez un cuento suyo, La isla a mediodía: arrojé el libro al suelo, entre el asombro, la irritación y la desesperación. ¿Cómo podía escribirse así? ¿Dónde cojones estaba la realidad? ¿Qué pasaba en esa casa donde los dos hermanos iban perdiendo habitaciones? No lo sabía pero luego, durante casi diez años, me pasé la vida intentando escribir cuentos de Cortázar sin saber que, como dijo una vez un amigo mío, si alguien dispusiese de un tiempo infinito tal vez podría acabar escribiendo un cuento de Borges, pero de Cortázar, nunca, jamás. En la puta vida.

Así que le pregunté al elfo qué quería decir con eso de que Cortázar era tonto. ¿Sus gustos literarios? ¿Su manera de tratar a la gente? ¿La ingenuidad de su toma de postura política a favor de la revolución cubana?

-No, no. Quiero decir que era tonto. Por ejemplo, perdía el tiempo contestando todas y cada una de las cartas de sus fans. Todas, sin dejar ni una.

-Ah -comprendí-. Quieres decir que era una buena persona.

-Eso es.

Líbreme Dios de establecer una conexión causal entre la bondad de alguien y la excelencia de su obra literaria, pero leyendo a Cortázar siempre sentí una especie de complicidad total, de abrazo íntimo, ese calor del corazón que dan los buenos whiskies, las buenas cenas, los buenos amigos. García Márquez, en el elogio fúnebre que le dedicó, dijo que, aparte de la admiración y el respeto, despertaba una emoción sumamente rara en un escritor: cariño.

En la Semana Negra de Gijón conocí a Daniel Morzdinski, un fotógrafo argentino especializado en escritores de quien me había hablado otro amigo, el escritor y periodista Antonio Jiménez Barca. Yo había visto parte del trabajo de Morzdinski y estaba como loco porque me sacara una foto peleando con un puro, con las espirales del humo subiendo por mi cara, por ejemplo. Una foto de escritor, como Dios manda. Pero Morzdinski, enormísimo cronopio, dijo que le apetecía sacarme volando.

-Es que no sé volar.

-No importa. Quiero una foto tuya volando.

Así que me hizo saltar tres veces, desde el borde de una fuente, con grave peligro para mis articulaciones, hasta que captó lo que quería, que vete a saber qué era. Manda cojones, soy el tío más sedentario y comodón del mundo, pero siempre me empeñan en sacarme de púgil o escalador. Mi chica, a su vez, se puso detrás de él y registró el making off de la foto.

Después charlamos un rato y casi enseguida salió el nombre de Cortázar. Daniel me contó que, poco después de llegar a París, montó su primera exposición. Sin muchas esperanzas, el día anterior a la inauguración, buscó su nombre en la guía de teléfonos y asombrosamente apareció. Le saltó un contestador y Daniel, titubeando, colgó. Pero se armó de valor, volvió a llamar y dejó el siguiente mensaje:

-Che, Julio. Soy Daniel, soy fotógrafo, no me conocés, pero, mañana inauguro mi primera exposición en tal sitio, a tal hora. Me harías el pibe más feliz del mundo si pudieses pasar.

Cortázar acudió.