David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


Los preclaros silencios de Thelonious Monk

Una de las cosas más difíciles de aprender en la técnica narrativa es la administración de los silencios: saber cuándo callar es tan importante como saber cuándo seguir hablando. Lo que no se dice realza el témpano flotante de lo que se dice. ¿Qué espanto innombrable había al fondo de El pozo y el péndulo? ¿De qué diablos hablaba al final Kurtz? La elipsis brutal a la mitad de El mundo según Garp obliga al lector a rellenar con su imaginación el vacío antes de que las palabras dibujen el horror.

Los grandes músicos son maestros en el arte de sembrar silencios, de dejar en el cuerpo de una melodía los huecos exactos para crear la expectativa, el ansia y su resolución: Brahms, Bartok, Satie, Miles Davis. Aldous Huxley decía que lo que distinguía esencialmente a Mozart y a Wagner era que el discurso musical del segundo tejía un flujo musical ininterrumpido, interminable, agotador. No es verdad. Pocos silencios brillan en la historia de la música como los que respiran justo al inicio del Tristán. Y, en el preludio del Parsifal, tras la insolente llamada de los metales, conviven dos pausas formidables, una suspensión abismal donde parece detenerse el mundo.

Thelonious Monk, el arisco pianista negro, vapuleaba el teclado con el rigor de un sordomudo intentando encontrar el lenguaje perdido. Entraba fuera de compás, soltaba un par de hoscos acordes, como el que suelta un capazo de ladrillos sobre el piano, y de repente enhebraba una frase suavísima que se cortaba con un hachazo de blancas. Hasta que no encontró a Charles Rouse, el saxofonista que fue durante tantos años su escudero, Monk no forjó el cuarteto perfecto, la falange de cámara donde cobijar toda esa lluvia de corales y cuchillos, esa noche primitiva y delicada (Cortázar dixit) que era también su manera de hablar y no hablar.

Porque Monk, loco, vagabundo, profeta, tocado por una enfermedad mental tan extraña como su misma música, también hablaba a base de silencios. Hay gente que es así: elíptica. Hace algún tiempo conocí a una chica preciosa en una fiesta. Me las arreglé para entablar conversación con ella y pedí su teléfono, suponiendo que no me lo iba a dar. Contra todo pronóstico, me lo dio. La llamé, apañé una cita, la invité a cenar. Luego nos tomamos unas copas y la despedí de madrugada a la orilla de un taxi. Quedamos en que nos llamaríamos. Lo hice una semana después, me dijo que estaba leyendo el libro mío que le había regalado, que le gustaba mucho, pero que estaba muy ocupada y que mejor nos llamáramos más adelante. Lo hice. Una vez. No cogió el teléfono. Dos veces. Tampoco. Como, aparte de tonto, soy bastante obstinado, le dejé un mensaje que jamás contestó.

Me sentí como aquel periodista que, entrevistando a Thelonious Monk, se le ocurrió preguntarle si le gustaba la música clásica. Monk simplemente se quedó mirando al frente, con los labios juntos, casi silbando. El periodista carraspeó, nervioso, y le repitió la pregunta. Por toda respuesta, Monk se llevó el cigarrillo a sus labios y soltó una voluta de humo apelmazada y sinfónica. ‘Perdone, señor Monk’ dijo el periodista sin saber muy bien qué hacer, ‘no sé si me ha entendido. Le preguntaba si le gusta la música clásica’. Monk se volvió al fin hacia su agente, que estaba allí, al lado, sentado en una silla, apoyó las manos en las rodillas, señaló al periodista con la cabeza y gruñó: ‘Eh, Joe. Este tío está sordo’.