David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


El Quijote y la Biblia

El 23 de abril, efeméride donde tramposamente hacemos converger las fechas de defunción de Cervantes y Shakespeare, en algunas ciudades de España se sustituye con el Quijote la lectura pública de la Biblia, probablemente el best-seller más vendido de todos los tiempos. Resulta una operación en cierto modo paradójica y hasta antagónica, porque no se pueden concebir dos libros más distintos: la Biblia es la epopeya de un pueblo en lucha con su dios invisible, transfigurado en nubes, tempestades y zarzas ardientes. El Quijote es la historia de un hombre en lucha contra su propia biografía, su propia memoria y su propia realidad. La Biblia es un libro escrito por Dios, que es lo mismo que decir, escrito por muchas manos y amanuenses distintos a lo largo de los siglos. El Quijote es un libro escrito por un pobre hombre enfermo y viejo en el transcurso de unos pocos años, los que pusieron fin a su humilde existencia. En la Biblia se suceden las batallas, las plagas, los castigos, los mandatos, las ejecuciones y las muertes. En el Quijote hay una sola muerte, si acaso dos, y los ejércitos y muchedumbres son imaginarios, fantasías de un viejo loco que juega a ser niño. La Biblia (no soy el primero que lo digo) es un texto terrible, la madre de todos los decálogos, una exhortación sostenida de la violencia y del racismo. El Dios de la Biblia no tiene nombre ni rostro: ‘Yo soy el que soy’, le dice a Job después de arrebatarle una a una sus posesiones, su salud, su mujer y sus hijos, para esconderse después en un enigmático remolino de polvo. El Dios del Quijote tampoco existe, tampoco aparece por ningún lado, pero sí tiene rostro, un bello rostro de mujer, y nombre: Dulcinea del Toboso. Cuando Sancho le dice al Quijote que Dulcinea no existe, como un agnóstico empeñado en la refutación de un dogma, y que, caso de existir, se trata sólo de una campesina gorda y fea, el Quijote le responde con la que es, para Carlos Fuentes, la definición del amor más hermosa de toda la literatura: ‘Dulcinea es tal y como yo quiero que sea y, para mí, la más bella mujer sobre la faz de la tierra’. Cito de memoria y muy probablemente estoy ultrajando el texto, pero ése es otro de los privilegios de estos dos grandes libros: las frases almacenadas en el recuerdo, bajo el epígrafe de capítulos y versículos. La Biblia es un texto sagrado, irrefutable; en su nombre se han matado más hombres y se ha derramado más sangre que por cualquier reino terrestre. Del Quijote, en cambio, puede decir uno lo que quiera y cuando quiera, porque su única bandera es, como apuntaba Rosales, la libertad: libertad de pensamiento, palabra y obra. La Biblia está llena de miedo, de ceños iracundos y de arrebatos coléricos; el Quijote está traspasado de risas, de delirios, de bromas pesadas y también de una suave tristeza. Déjenme decirlo de una vez: el Quijote está lleno de vida; la Biblia, de muerte.

Curioso que la gran mayoría de los libros religiosos sean apologías de la guerra: lo son el Bhagavad Gita y el Mahabharata, libros sagrados de la India; lo es el Kalevala, la epopeya nacional finlandesa; lo es la Ilíada, que narra el episodio más famoso de la guerra de Troya y quizá el libro más bello del mundo. No hay pueblo que, al fundar una mitología o al construir a sus dioses, no los haya amasado con sangre.

Uno de los escritores cristianos más altos que haya dado el mundo (me refiero a Dostoievski) dijo una vez que si el hombre comparecía ante Dios y Dios le enseñaba desde su trono todas las matanzas, las injusticias, las miserias con las que la humanidad había llenado el mundo, y le preguntara: ‘¿Qué hábeis hecho aparte de esto? ¿No merecéis arder para siempre en el infierno?’ A ese hombre -decía Dostoievski- le bastaría una sola cosa para salvarse: un ejemplar del Quijote.

(Todo esto para decirles que el miércoles 23 de abril, por razones de fuerza mayor, a eso de las seis y media de la tarde, estaré en el Corte Inglés de Pozuelo, firmando libros, si hay suerte).