Sayonara, Ballard
Ha muerto J. G. Ballard y yo sin enterarme. Con Ballard siempre he tenido una relación esquinada, extraña, oblicua, que me ha llevado a leerme algunos de sus textos menos conocidos y a conocerlo por algunas adaptaciones de sus películas. En especial, El imperio del sol, en mi opinión, la obra maestra de Steven Spielberg, que narra las desventuras de un niño inglés al que arrancan de brazos de sus padres durante la invasión japonesa de Sanghai. En lugar de un panfleto militarista, un canto metafísico a la aviación y a la guerra, como muchos han visto la película, El imperio del sol es, en realidad, el nacimiento de un muchacho a la poesía, la educación intelectual y emocional de un poeta.
A lo largo del metraje se suceden una serie de secuencias verdaderamente sobrenaturales. El momento en que el niño, en la oscuridad del barracón de prisioneros, decide girarse hacia una pareja que está fornicando en lugar de contemplar la ciudad en llamas por los bombardeos; el momento en que sube hasta un tejado a ver los Cadillacs del cielo; el momento en que ve el halo de la bomba de Hiroshima atravesar el cielo y piensa que es alma de la señora que acaba de morir en sus brazos.
La amenaza atómica fue algo que siempre fascinó a Ballard y lo dejó consignado en una de sus novelas menos conocidas, Fuga al paraíso, perfecto retrato de una psicópata que monta un matriarcado asesino en una isla perdida del Pacífico. Le atraía todo lo que fuese mecánico, cibernético o tecnológico hasta el punto de que en su primer texto autobiográfico, la lacerante La bondad de las mujeres, cuenta que se quedó enganchado a la pervesión de practicar el coito en las inmediaciones de un accidente de tráfico, experiencia que le sirvió de combustible para Crash.
Por eso con Ballard siempre me siento fuera de juego. Me pregunto cómo alguien que tuvo una adolescencia tan intensa como la que narra El imperio del sol necesitó volverse hacia la ciencia-ficción para fabricarse un instrumento expresivo. Pienso que le bastaba contar sus propias experiencias como prisionero de guerra o como amante improvisado entre sangre, huesos rotos y pedazos de chatarra. Pero no: Ballard necesitaba la prótesis de la ciencia-ficción de la misma manera que algunos necesitan gafas para ver o una válvula en el corazón para continuar vivos.
Quizá lo que más me gusta de Ballard sean sus ganas de jugar (con el sexo, la muerte, la vida), esa mirada infantil que no perdió nunca y que le retrotraía a la época de los calzones cortos, sosteniendo un avión de juguete en las manos mientras afuera el mundo se hacía pedazos.
El sol imperial se ha puesto. Los rayos rojos se han hecho astillas.
Sayonara, Ballard.
(P. D. Si quieren, charlaremos de éstas y otras cosas en el VIPS de Velázquez, 136, esquina con López de Hoyos, creo, donde estaré firmando libros desde las 21,00 horas el jueves 23 de abril. Hasta entonces).