David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


Los azules serrallos de Estambul

Nueve, diez años después he vuelto a Estambul, la ciudad a caballo entre dos continentes, la ciudad enclaustrada por tres brazos de mar, la ciudad con los tres nombres más hermosos de la onomástica urbanita. Bizancio: columnas rotas, piedras viejas, recuerdos de una Grecia desorientada y perdida. Constantinopla: mosaicos, iglesias, oros, la capital del imperio romano de oriente que los turcos tomaron exactamente mil años después de la caída de Roma. Estambul: perfumes enloquecedores, mezquitas vertiginosas, palacios interminables, bosques de cúpulas, harenes, harenes, harenes.

Todo sigue igual, excepto el kebab, que ha empeorado notablemente (quizá haya muerto de éxito) y la moda antitabaco, que ha pasado de permitir fumar en los aviones a borrarlos de la boca de los actores en las películas que pasan por la televisión turca. Así, en Cadena perpetua, los pobres presos se quedaban sosteniendo en los labios un pedazo de niebla, el germen de una catarata o de un despredimiento de retina.

Pero para desprendimiento de retina basta con abrir los ojos. Estambul es una ciudad que te deja literalmente ciego de belleza. La plaza de Sultanahmet, con los dos monstruos enfrentados de Santa Sofía y la Mezquita Azul (una contra otra, como la heráldica más exacta del cristianismo y el islam) forma un espacio arquitectónico único en el mundo. La mole de Santa Sofía, con su secular piedra roja y su testuz meditabunda, se alza desafiante frente a la gracia incomparable de la Mezquita Azul, con los seis minaretes que en su momento se consideraron un desafío a La Meca.

El pulso de la vida ciudadana golpea las entrañas pululantes del Gran Bazar y las inmediaciones del puente Gálata, un tajo de metal entre las dos márgenes del Cuerno de Oro, mientras la ciudad se extiende a los lados en un derrumbe interminable de torres y cúpulas. Allí al lado, Yeni Cami, la Mezquita Nueva, al lado del Bazar de las Especies; atrás, Souleyimane Cami, la Mezquita de Solimán el Magnífico, con los minaretes en reparación cubiertos como en un juego de lego. Cuando uno cree que nada puede ser ya más hermoso, entonces los gritos de los muecines llamando a la oración rebotan por toda la ciudad de mezquita en mezquita.

Pero el lugar que más me impresiona de Estambul, y quizá del mundo, es una fortaleza cerca de Anadolu Kavagi, el último pueblecito turco en la orilla asiática del Bósforo. Subiendo hasta lo alto de las derruidas murallas, el viajero contempla el lugar soñado alguna vez por todos los marinos: el útero donde agoniza el mar, la entrada al Mar Negro. Tuvimos suerte y un día despejado nos permitió casi adivinar la fina línea de la curvatura terrestre, con un petrolero internándose en la inmensidad azul más allá de la cual se extienden Bulgaria, Rumania, Ucrania y Rusia en un inimaginable tapiz de alfombras. Si el mar es la mejor metáfora del morir, según el imaginario medieval, no hay nada comparable a esta serenidad donde el mar, con desolada resignación, muere.