Londres tipográfico
Rebuscando entre pedazos del pasado, tropecé con este fragmento (sería demasiado pretencioso llamarlo relato), que fue el primer texto que me publicaron, en 1997 si no recuerdo mal, en una revista de cuyo nombre no quiero acordarme. Como dentro de unas horas, me marcho a ver procesiones a Estambul y no quiero dejar esto huérfano demasiado tiempo, lo dejo aquí para que les haga compañía. Quizá a alguien le traiga recuerdos, quizá algún hipotético lector de Londres encuentre aquí algunas de sus claves secretas.
LA CIUDAD SEG?N PAUL TAYLOR
El 1 de abril de 1993, a las ocho de la mañana, un orador alcoholizado trepa a un banco en Hyde Park y vocifera un discurso enloquecido que abarca requisitorias, lágrimas, manifiestos en pro de los derechos civiles, una declaración de independencia, y que concluye ocho horas después, entre el estupor, la burla o la indiferencia de los presentes, en una furgoneta de la policía. El 6 de agosto de 1978, en una de las páginas de su diario, un joven de diecinueve años, anota que ha decidido emprender la tarea de trazar un mapa de la ciudad de Londres como nunca se haya visto otro, un mapa que incluya no sólo los monumentos y las calles y los museos, sino también las matrículas de los automóviles, los chicles aplastados en las aceras, el color de los ojos de las muchachas, los ceniceros de los pubs, los peces muertos que flotan río abajo. En diciembre de 1987, la revista Cassandra publica Southwest Bank, 18:00 p.m., un largo reguero de alejandrinos blancos obra de un joven desconocido que describe la desolación de uno de los edificios de oficinas de la city londinense y que es saludado por Brian Patten como el poema más original y asombroso de su tiempo. Esos tres hombres ??el orador borracho, el cartógrafo ingenuo, el vate anónimo- son el mismo hombre o, mejor dicho, lo fueron alguna vez.
Paul Taylor, nacido en 1956, en Bristol, tiene poco o nada que ver con los poetas británicos de su generación. Después de unos tanteos inevitablemente románticos y una vez asimiladas sus influencias -Dylan Thomas, Wallace Stevens-, la obra de Taylor, al menos en su primera etapa, supone la plasmación rigurosa, casi matemática, del paisaje urbano de Londres. En un lenguaje plano, absolutamente objetivo, que casi podríamos llamar fotográfico, sin metáforas y sin comparaciones, los primeros poemas de Taylor parecen fríos y escuetos como espejos, de hecho algunos se proponen a sí mismos como espejos verbales. Por ejemplo, The water, the tower juega con el reflejo de la torre de Londres sobre el Támesis de un modo similar a la aliteración de fonemas en los pares correlativos de versos. En otros, el poeta se transfigura en una especie de topógrafo o agrimensor lingüístico, entelequia que Taylor denomina el ??tipógrafo?. Sin embargo, a mediados de los ochenta, más o menos después de Southwest Bank, 18:00 p.m., su obra da un paso hacia delante. No sólo se complica el lenguaje, sino que, junto a las prostitutas, los camareros y los yupis de la city, Taylor empieza a introducir personajes o situaciones deliberadamente anacrónicos (Shakespeare leaves The Globe o Sherlock Holmes?? moonlight serenade). En palabras de su ??biógrafo? oficial, Cecil Rank: ??la empresa de versificar Londres calle por calle y parque por parque empieza a desdibujarse; el austero mapa topográfico se va llenando de dibujitos victorianos y siluetas dickensianas. En una palabra: el espacio se aparea con el tiempo?.
A pesar de la expectación despertada en los círculos poéticos londinenses, nadie conoce personalmente a Taylor, nadie sabe quién es el autor de esas docenas y docenas de poemas que van apareciendo en pequeñas revistas de circulación restringida, y ese desconocimiento, precisamente, multiplica la admiración, la fama. Taylor se convierte en una leyenda: un seudónimo, un poeta anónimo de finales del siglo XX. Una poetisa jovencita dice haber tonteado con él en un pub de Kensington; un sesudo profesor de Oxford asegura que ha visitado su apartamento en el West End. En 1989, en Brighton, el poeta español Álvaro Muñoz Robledano tiene una discusión con una especie de hooligan que derrama una cerveza sobre el pelo de su mujer. La discusión está a punto de pasar a las manos cuando, de repente, el inglés borracho pide disculpas y ruega a Muñoz que acepte un portafolio. Esa noche, en su habitación del hotel, ayudado por su esposa, Muñoz empieza a traducir Harrod´s nocturne y comprende que acaba de cruzarse con el más misterioso poeta de su época.
Poco después -contando siempre con los testimonios de terceras personas- Taylor empieza a experimentar con alucinógenos. Aunque es indudable que algunos de sus poemas parecen marcados por el fenómeno de dilatación temporal propio del L.S.D. (sobre todo la serie Extended Play, dedicada a un tugurio de máquinas electrónicas en Spitafields), creo que se ha exagerado en demasía la influencia de las drogas sobre su obra. En palabras de Rank: ??la imaginación de Taylor no necesita acicates externos ni espuelas químicas: es, por sí sola, un caballo al galope?. Mucho más decisivo que el frecuentado recurso a los paraísos artificiales fue el momento en que conoce a Nancy Williams Kelly, quince años más joven que él, y que será a partir de entonces, musa oficial del poeta.
Probablemente, los lectores devotos de las sucesivas entregas de LONDON TIPOGRAPHIC, han exagerado la relación de Taylor con esta moderna Beatrice de dieciseis años. Sin embargo, durante esta etapa, la producción de Taylor se resiente de un sentimentalismo que empaña sus honorables ambiciones cartográficas. Es cierto que Nancy no era más que una niña bien centrifugada desde uno de los radios de la city (la misma city que Taylor había radiografiado en verso varios años antes), voluble, caprichosa y terriblemente hermosa. Algo tan indudable como el hecho de que sólo se trataba de una chiquilla deslumbrada ??y posteriormente apabullada, agobiada- por el amor, las atenciones y, finalmente, el acoso de un visionario neurótico que casi la dobla en edad. Sea como fuere, la verdad es que el fugaz idilio de Paul y Nancy resulta tan desastroso para la psique del poeta como fructífero para su obra poética, que se dispara en cientos de poemas, como fertilizada por el semen de la locura que no tardaría en llegar. La coincidencia entre el apellido de su amada con la última de las víctimas de Jack el Destripador (Mary Kelly) provoca una asociación macabra en la mente frenética de Taylor (que es ya sólo un revoltijo de palabras, callejones húmedos y rastros de asesinos) y se plasma en la tenebrosa serie Whitechapel. Nancy abandona a Paul quien, completamente destrozado, deambula obsesivamente por los lugares donde fue feliz con ella (Picadilly Circus, Candem Town, King Cross Station), un vagabundo más que murmura versos en vez de limosnas o plegarias, y que mira fija, insoportablemente, a los ojos de los viandantes en vez de apartar la cara. Humillado, agotado, ebrio, pronuncia su famoso discurso de Hyde Park, donde, entre otras cosas, se proclama fundador y descubridor de la ciudad de Londres. Es ingresado en el psiquiátrico de Charing Cross experiencia infernal de la cual emergerá uno de sus poemas más terribles, Fenobarbytol. Pero después de los antipiscóticos, Taylor no volverá a ser el mismo. Para la gran mayoría de sus seguidores, los escasos poemas que todavía se atreven a publicar Cassandra y otras revistas, forman un repertorio de imágenes adocenadas, muy lejos de los esplendores de antaño. Para Cecil Rank, Taylor se ha ??curado?, es decir, ha perdido su visión esquizofrénica de la ciudad, extraña, dislocada y magnífica, y, a cambio, ha adquirido la de un ciudadano normal y corriente. Humildemente, nos permitimos disentir.
En marzo de 1995, apareció Town in progress, último poema publicado por Taylor hasta la fecha. El ??tipógrafo?, en uno de sus paseos por los suburbios del West End, descubre un solar vacío y un grupo de obreros trabajando sobre las ruinas de lo que antaño fuera una vieja casa de huéspedes retratada en uno de sus primeros poemas. Habla, discute, bromea con los obreros; parece como si por primera vez le importaran menos los edificios que las personas. No hay conclusión alguna salvo tal vez ésta, trivial: ??las calles mudan de piel, un hombre/cambia sus sentimientos igual que se decora una casa?. Finalmente el ??tipógrafo? echa a andar por la ciudad, deja por una vez de observar ventanas y tejados, se pierde entre la gente. No es el último poema: es el poema final. Quizá ha comprendido al fin que su tarea es vana o imposible, o quizá no, quizá ha acabado por admitir que si su mapa quiere seguir fiel a la ciudad que lo engendró, lo mejor es que permanezca inconcluso.
(Addenda: En febrero de 1996, John Dobbs, profesor emérito del Eaton College, creyó ver a Taylor en Chelsea, empujando un carrito en un supermercado. Según Dobbs, su aspecto era el de un vagabundo, algo desaseado pero digno. Se había dejado crecer una barba gris, calzaba unas alpargatas y llevaba al cuello una bufanda del Arsenal. Nadie ha vuelto a saber nada de él desde entonces).
(Prefacio a la primera edición de LONDON TIPOGRAPHIC. COLLECTED POEMS. Paul Taylor. Betelgeuse Press. London. 1997).