David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


Graham Greene: El factor humano

En la contraportada del último número de El Cultural viene un reclamo a toda página que anuncia el advenimiento de un gran escritor con la conocida técnica de la enumeración caótica. Veáse: «Catherine O’Flynn ha pasado a engrosar la lista formada por autores como H. G. Wells, William Golding, Graham Greene o J. K. Rowling, al conseguir un éxito espectacular después de muchos rechazos». The Times.

La lista recuerda uno de esos curiosos juegos de familias: helicóptero, tanque, acorazado, tostadora. Táchese lo que no proceda. Porque incluir a la Rowling al lado de monstruos sagrados de la talla de Wells o Greene (el quisquilloso de Truman Capote también incluiría a Golding en la categoría de electrodoméstico) parece completamente fuera de lugar. El anuncio bien podría haber dicho: «Catherine O’Flynn ha pasado a engrosar la lista formada por autores como H. G. Wells, William Golding, Graham Greene o J. K. Rowling, que son todos ingleses». O bien: «Catherine O’Flynn ha pasado a engrosar la lista formada por autores como H. G. Wells, William Golding, Graham Greene o J. K. Rowling, todos ellos bípedos».

El caso es que la semana pasada estaba en Salamanca, tenía un viaje de tres horas en tren hasta Madrid y me compré en un quiosco una edición barata de El factor humano, de Graham Greene. La historia de Maurice Castle, espía de poca monta a punto de jubilarse, casado con una hermosa sudafricana a la que salvó de la cárcel y quizá de la muerte, borró por completo el tiempo y el espacio, las ventanillas y las vías del tren, los ronquidos de la pareja que dormitaba a mi lado.

La historia es tan poderosa, la trama tan perfecta, la escritura tan transparente que hasta el acto más nimio adquiere un matiz trágico o una intensidad insoportable. No porque los protagonistas sean espías o se muevan por las dependencias de una agencia del gobierno (los espías de Greene tienen menos glamour que un cartero). No, la fascinación ilimitada que ejerce esta novela viene directamente de la sospecha, el temor de que cada palabra, cada diálogo, cada silencio, cada encuentro, escondan el germen de la traición, la doblez y el engaño. La traición no a la Patria, con mayúscula (qué polvorienta y cansina palabra), sino a la patria personal del amor, el pasado, el recuerdo. Todo en este libro está lleno de vida, de alcohol y de verdad. 

Al llegar a casa, vi con estupor que tenía el libro por duplicado y al día siguiente se lo regalé a Estrella, la mujer que viene a limpiar mi casa un día a la semana. Sin querer, hice un experimento editorial de primer orden. Estrella es una de esas mujeres de treinta y tantos, casada, con hijos, que cualquier editor colocaría como presa fácil para leer novelas del tipo El ocho, El código Da Vinci o La elegancia del erizo. Yo también pensé que la tristeza de Greene, la profundidad abisal de esa trama sombría, cargada de dobles sentidos y bombas de relojería, podía ser demasiado para un lector poco avezado.

Al martes siguiente, Estrella regresó y me dijo que por qué le había regalado ese libro. «¿No te gustó?» «Al principio no, no me gustó nada, pero leí dos páginas y no pude dejarlo. Tenía que ir a planchar pero sólo podía quedarme ahí sentada, leyendo. Mis hijos llegaron y yo seguía leyendo. Lo acabé esa misma noche». Después me preguntó qué pasaba en Sudáfrica con el apartheid (uno de los escenarios del libro) lo cual me demostró cuatro cosas:

a) que una gran novela siempre sobrevive a su época.

b) que en una gran novela, todo lo que no sean personajes, es un McGuffin.

c) que la profundidad y la claridad no son términos contrapuestos: hay libros muy turbios donde el agua no llega a los tobillos.

d) que yo y el hipotético editor éramos idiotas.