David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


Mejor el marica muerto

No lo digo yo: lo dice Hollywood. En las últimas ediciones ha premiado sistemáticamente películas donde el mariquita de turno palmaba en plan mártir y, además, estaba interpretado por heterosexuales reconocidos. En cambio, un pedazo de actor de la talla de Ian McKellen difícilmente verá la estatuilla dorada en sus manos por culpa de su postura manifiestamente activa en pro de los derechos de los homosexuales. Y el tipo que mejor podría encarnar a 007 (mucho mejor que ese maniquí de Cortefiel llamado Pierce Brosnan o que el clon de Putin que atiende por Daniel Craig) se llama Rupert Everett, pero nunca le darán el papel. Rupert tiene nombre de peluquero y un armario demasiado amplio y aireado como para que las pajaritas no echaran a volar.

Nadie duda de que el trabajo de Sean Penn en ese manifiesto histórico estará muy bien, etc, etc, pero es difícil saberlo porque el personaje no es lo bastante conocido para el gran público como para saber si Penn hace bien su imitación. Porque a la Academia le gusta el guiñol. Gran parte de los últimos oscars han recaído no sobre interpretaciones sino sobre imitaciones más o menos plausibles de cantantes de jazz, músicos country, la reina de Inglaterra o un Truman Capote con la voz de Boris Izaguirre. Es una pena porque la gran imitación de este año es la que Mickey Rourke ha hecho de sí mismo en esa nueva parábola evangélica que se llama El luchador.

Todo en esta historia es previsible desde el primer minuto. El deportista bueno pero tonto que no sabe hacer otra cosa que volteretas y costaladas. La puta con buenos sentimientos. La hija abandonada en la infancia y llena de rencor. El padre que intenta torpemente enmendar sus errores. Esta película nos la han contado una y mil veces, casi siempre con un boxeador de protagonista. Sin embargo, Darren Aronofsky no juega la baza de la sorpresa sino la de la expectativa. Y qué drama tan profundamente humano amasa al hurgar en la vida de ese juguete roto, al seguir desde el primer minuto a ese cacho de carne y esteroide de espaldas, por los pasillos de la vida, como si caminase por el corredor clamoroso que conduce al cuadrilátero.

Un cuadrilátero que es también un teatro de pantomimas y un altar de sacrificios humanos: el lugar donde los luchadores representan el drama de la lucha eterna entre el bien y el mal para un público enfervorizado mientras se dejan trozos de vida sobre la lona. Silletazos. Chinchetas, grapas ensangrentadas. Cortes con cuchillas de afeitar. Un espectáculo de mentira con sangre de verdad. Igual que ese otro escenario donde la fatigada stripper (impresionante Marisa Tomei) escenifica dulces sueños para onanistas solitarios.

«Ahí fuera me hacen daño, aquí dentro no» dice Randy the Ram Robinson con su voz de cazalla antes de volver a subir entre las cuerdas, su melena de rubio de bote ondeando a la luz y su pelliza de carnero sobre los hombros. Rourke ha materializado una de esas raras ecuaciones donde la materia del intérprete se acomoda en el plasma del personaje hasta fundirse con él. Tiene una cara que parece una hamburguesa poco hecha, pero la escena en que se pone a firmar revistas y posters para los aficionados en un polideportivo de barrio y de repente mira bajo la mesa y ve los destrozos de la lucha sobre sus pobres compañeros (una silla de ruedas, una bolsa de orina bajo el pantalón) vale por cualquier imitación.  

Rourke no es mal actor, desde luego. Había bordado el papel del Chico de la moto en La ley de la calle de Coppola, el del detective Harry Angel en El corazón del ángel, el del terrorista arrepentido en Requiem por los que van a morir. Luego, como Randy el Carnero Robinson, olvidó que su lugar estaba entre las cuerdas, en el ring donde la ficción y la sangre juegan eternamente su partida amañada para deleite del público, esa bestia de mil cabezas. Se creyó un boxeador. Se creyó un drogadicto. Pensó que tenía una vida real, igual que el pobre Randy pensaba que podía atender a la gente detrás de un mostrador.

El luchador es mucho más que una parábola evangélica. Es una de esas escasas, escasísimas películas que te devuelven la fe en el séptimo arte.