David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


El niño en el entierro

Pobre Cyril Jaquet. La sociedad no le acaba de perdonar el parricidio por el cual ya había pagado en tres duros años de reformatorio. Piénsenlo: tres años, con todos sus meses y sus días, de los 15 a los 18. No les bastaba con eso, no. Ahora encima le quitan también el protagonismo en un programa televisivo, la posibilidad de ganar una vuelta al mundo a lo Phileas Fogg y de convertirse en un astro televisivo a lo Belén Esteban. No hay derecho.

La gente no olvida, salvo en Mallorca. Allí Cyril no tuvo problemas para hacer amigos, conseguir un puesto de azafato en una compañía aérea, ligar a manta y hasta comprarse una camiseta de Triqui, el monstruo de las galletas. Nadie metió las narices en sus asuntos privados, ningún colega le preguntó por qué le pegó tres tiros a su madre y luego esperó cuatro hroas, con el cadáver enfriándose en el suelo de la casa, a que llegara su padre para saludarlo con el resto del cargador. Asuntos de familia.

En su descargo, Cyril dijo que su padre lo maltrataba, que alguna vez se le había escapado una torta. El muchacho, claro, tuvo que defenderse. Sólo por llevar al extremo los principios pedagógicos de la LOGSE perdió tres años de vida, los mejores, los que los jóvenes dedican al botellón y a esnifar pegamento, a masturbarse por turnos y a eructar en público. Qué rabia.

Dan mucha pena Cyril y su novia. Los dos tan íntegros y tan guapos en el plató de televisión transformado de repente en el plato donde se servía la carnaza fría del asesinato. Tan sólo unos días antes acababa de pasar por ahí mismo Farruquito, bailaor sobre ruedas y homicida por bulerías. El presentador (un tipo alto y gélido que parecía haber escapado de la mesa de embalsamar del doctor Frankenstein para pasar un rato en la peluquería) intentó sonsacar a Cyril con malas artes para que confesara el crimen en vivo y en directo. Pero Cyril resistió la tentación. Con dignidad, con encomio, con una ética a prueba de fotogenia. Prefirió dimitir de un estrellato hecho a costa de un pecadillo de juventud y envolverse en la toga del orgullo herido.

Dicen que los psicópatas, en su bestial afán de notoriedad, siempre quieren ser el centro de atención. Ser el niño en el bautizo, la novia en la boda, el muerto en el entierro. Cyril se equivocó: fue el muerto en el bautizo y el niño en el entierro. 

En Antena 3, al doctor Lecter le darían un programa de cocina.