Hace pocos días llegaron a la prensa algunas modificaciones que el Ministro de Justicia estudia introducir en el Código Penal. Una de las más llamativas es el concepto del prisión permanente revisable, una versión suave de la cadena perpetua. Pasado un tiempo, entre 25 y 30 años, se revisará cada dos años si el reo merece ser libre o no. Esta medida de aplicara a los casos de genocidio, crímenes de lesa humanidad con homicidio o agresión sexual. «Igualmente, se podrá aplicar a ciertos crímenes que causan especial repulsa social, cuando la víctima sea menor de 16 años o especialmente vulnerable, cuando exista también delito contra la libertad sexual o a los cometidos por miembros de una organización criminal.»
La clave del asunto para mí es el tema de la repulsa o alarma social. ¿Qué crímenes son aquellos que generan más rechazo y movilización por parte de la sociedad? ¿Los más atroces? ¿Los más crueles? No. La alarma social la da el suspense, porque a todos nos intriga una buena historia. Espero que se entienda que no estoy intentando ironizar sobre estos crímenes, sino distinguir por qué son tan llamativos. Creo que ese es el mecanismo que transforma un crimen ordinario (tan terrible o más que los que llenan telediarios y prensa durante meses) en una fuente de polémica, debate y en ocasiones, como ahora, cambio. El suspense de saber dónde se encontraba Miguel Ángel Blanco y si salvaría la vida. La angustia de encontrar vivos a los niños Ruth y José. La niña Mariluz. El paradero del cuerpo de Marta del Castillo. Son tragedias que duran en el circuito mediático mientras aún hay preguntas sin responder, cuyo climax se alcanza (como buen clímax) justo antes del desenlace, con algún giro escabroso, sorprendente o definitivo. Un parricidio sin misterios, un crimen a sangre fría con un culpable confeso, un atentado sin secuestro, exigen la misma maldad que aquellos que contienen un enigma, o cuya historia da para cubrir horas de programación y para que todos nosotros enarbolemos una cómoda bandera de solidaridad ante el último ejemplo de la vileza humana. En primer lugar, si el parricidio o la violación y asesinato de menores merece (para algunos) la cadena perpetua, debería plantearse la modificación del Código Penal en una consulta popular y no aprobarse porque a un ministro le apetezca, y en segundo, no depender jamás de la cantidad de páginas que se le dedique o del interés que despierten las tormentas de su vida privada, ni de la trascendencia de otras noticias que haya en el mismo momento.
Con esto lo que quiero decir es que en realidad quien genera «alarma social» no es el señor Bretón o su equivalente en forma de macabro sabor del mes, sino el señor o la señora que deciden los contenidos del informativo o del programa de entretenimiento. El señor o la señora que llena sus portadas y sus dominicales, que pierde el norte entre información y entretenimiento, es quien tiene según esta nueva ley la capacidad de privar para siempre a una persona de libertad.
Historias fraccionadas y exprimidas como el más prolongado de los culebrones con la intención de acumular espectadores, y a la vista de estas novedades, votos. No es justicia lo que se busca, sino poder. Y eso sí que debería alarmarnos a todos.