Avatar

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En el mundo hay dos clases de personas: las que les gusta Avatar y las que no. Luego hay una tercera categoría que vive marginalmente y que no puede participar en la discusión sobre la peli-evento del año, que son las personas que no la han visto.

Yo formaba parte de ese vergonzoso pelotón hasta que esta tarde le he puesto remedio. Me he ido al Kinépolis y la he visto en tres dimensiones, con gafas de Elvis Costello y todo. Y lo primero que he pensado es:

-¿Tendré yo la misma pinta que todos los descarriados sociales que van solos al cine?

Pero no me he respondido a esa pregunta, porque si a mi estampa de chica solitaria y cinéfila le añades unas gafas estrambóticas y una interesante conversación conmigo misma, probablemente me hubieran largado del cine, o amonestado convenientemente, como ya ocurrió en esta ocasión.

Me encanta el Kinépolis, por motivos personales y porque es una gran sala (literalmente.) Estaba convencida de que tenía que ver Avatar en un pantallón, con la mejor calidad posible de imagen y sonido. Y así podría juzgarla en condiciones.

Y he alucinado. He flipado lo más grande. Me he quedado con la boca abierta. He disfrutado. Me he emocionado. Ha sido una experiencia estupenda. Me pregunto (también en un discurso interior) si los espectadores que vieron «La Túnica Sagrada» (la primera peli rodada en Cinemascope) o «El Cantor de Jazz» (la primera sonora) tuvieron la misma sensación que yo, esa mezcla de alegría infantil, ese regocijo de estrenar juguetes la mañana de Reyes, y de asombro ante el desarrollo de la tecnología.
El cine es un arte de una evolución vertiginosa. Hemos pasado de esto

(Those Awful Hats, D.W. Griffith, 1909)

a esto, en tan solo cien años.

(Avatar, James Cameron, 2009)

No voy a discutir que la magia de «Avatar» reside en la tecnología, pero no sólo en las tres dimensiones (increíbles los primeros minutos, fantásticos los vuelos en los dragones esos tipo Fuyur enzarpado, vibrantes las batallas y preciosos los paisajes y las texturas del bosque, desde los insectos hasta las plantas) sino también en la animación. Yo no soy la más fanática del género, pero me han parecido que eran los «dibujos» más vivos que yo haya visto nunca, con una mirada hipnótica. Lo cierto es que antes de verla no me gustaban los bichos, pero los ‘Navi son como las mujeres muy guapas: las fotos no les hacen justicia. Aún así, creo que su diseño no es tan imperecedero como el del t-1000 o el de ET, pero me han acabado pareciendo criaturas hermosas y empáticas. (Aunque para empático y hermoso, Sam Worthington. Eso es así.)

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La historia concedo que se parece mucho a «Bailando con lobos» y que es previsible, mecánica y en algunos puntos bastante endeble, sobre todo en los momentos en los que una espectadora ingenua como yo se pregunta «¿Y qué va a hacer Jake Sully ahora?» y se sacan soluciones de guión de entre los cojines del sofá. Pese a ello, su sencillez narrativa, combinado con algún toque épico a lo Braveheart y un discurso ecologista y anti-intervencionista, ha conseguido que me metiera en la historia y que disfrutara aún más del gran espectáculo. Porque eso es lo que me ha parecido: un espectáculo arrollador que devuelve el esplendor a las salas de cine.