Mi semana – 19 Octubre


?ltimamente me ha dado por verme desde fuera.

No sé si es un viaje astral de baja intensidad, uno que en vez de llegar a las estrellas llega al techo, rebota y se queda flotando haciéndole mimos a la lámpara, como esos globos de gas que adoptan un aspecto tan estúpido cuando se quedan aparcados de lado.

Creo que era mi admirado Ramón Gómez de la Serna que en Automoribundia escribía:

«Hay días Luisita en que me he salido de la vida».

Pues algo así. Y perdóname si la cita es un poco chunga, pero si me pongo a buscarla puedo tardar otra semana y quizá hasta en otro libro, y sí, quizá le faltan comas. Si alguien lo sabe, agradeceré el dato.

Como la semana pasada me atravesó de lado a lado y no me enteré de nada, esta he intentado agarrarla bien, y para ello me he puesto a observarlo todo con, como dirían los estultos, «curiosidad de entomólogo». Es como si todo a mi alrededor fuera a cámara rápida y yo estuviera en el techo, pegada a la lámpara, de lado, con cara de mema, intentando entender algo. Gracias a V. por el vídeo.

Ayer sábado presenté mi corto «La Aventura de Rosa» en el Festival de Humor de Navalcarnero, donde coincidí con mi amigo Coté Soler y he disfrutado de su corto «Avalancha». Llegué tarde y tuve que entrar en el auditorio y del tirón subir a decir unas palabritas.

«Bueno… es un canto a la espontaneidad».

Dije, entre otras cosas.

Que alguien me detenga. ¿Cómo puedo decir esas cosas en público? Y lo peor de todo, ¿cómo puedo decirlas en la semana de los viajes astrales de bajo rendimiento? Quizá ese tópico dañino y picajoso de «dime de qué presumes y te diré de lo que careces» sea cierto después de todo. El martes 21 de Octubre creo que presentaré mi corto en el Festival de la Boca del Lobo y tendré ocasión de acercarme un poco más a la verdad.

«Mirad, es un canto a la espontaneidad, pero yo no soy nada espontánea y la verdad es que canto como el culo.»

Mi amiga Estíbaliz anda estos días rodando su segundo corto con Alegría Collantes. No os perdáis su blog y su primer corto, «Bichos Raros». Me ha contado tremendas historias de ansiedad y nerviosismos. Estoy segura de que será un gran corto y espero poder colgarlo pronto en este blog para que veáis qué amigas me gasto. Pero claro. Hay que montarlo, sonorizarlo, y mil historias más.


En el cine y en la vida, todo es esperar.

Sobre todo en el cine.

Hay que ser muy paciente y pensar que el mundo, como profetizaba San Malaquías, no se va a acabar. Para saber si se acaba o no, hay que leerse «La Púrpura Negra», de Luis Murillo. (Yo todavía no me lo he leído, pero me parece una cuestión que merece toda mi atención, así que me lo leeré en cuanto pueda.)

En esta segunda semana, sigo con la manía de buscar conclusiones. Si el mundo efectivamente llegase a su fin, sería mucho más sencillo apresar el sentido de la vida en plan «huele las flores… juega con los niños… hornea pan integral.»

Yo de momento, sin tener noticias del cese temporal de la convivencia entre el planeta y la vida humana, me pondría a esperar al fin de todo con Obama. Le he estado viendo y oyendo y me he enamorado. Qué pasa.

Problemas con la dignidad

Con la censura hemos topado.

Una señora que tiene la manita debajo de unas braguitas muy monas. Este es el cartel de «Diario de una ninfómana», censurado en la Comunidad de Madrid. Puede que sea una ninfómana, pero a mí no me parece una imagen escandalosa, la verdad. Hay cientos de anuncios de bikinis, de ropa interior que puedes ver en cualquier sitio, y son casi idénticos.
No creo que las madres al pasar ante estas imágenes les cubran los ojos a sus niños. Vale, en los anuncios no tiene la mano debajo de la braguita, pero creo que esa infancia a la que estamos tratando de proteger (¿o era a la dignidad de la mujer?) habrá visto alguna vez a su madre con las manos cerca del pubis, más que nada porque (lo acabo de comprobar) las manos caen a ambos lados de la cadera y es un recorrido natural. Para masturbarse sí, pero también para quitarse la ropa interior para ir al baño, simplemente rascarse o hacer lo que les dé la gana, que por algo nuestro cuerpo es nuestro.

¿Realmente merece la pena censurar una imagen que yo tacharía de simplemente sugerente? ¿A quién ofende esta imagen?
Entonces, ¿qué pasa con esto?

Es el mismo tipo de imagen, y bastante más radical. En este póster, Bardem se agarra los genitales como diciendo «pilla», y es del año 93. Quince años después, censuran una señora tocándose… las bragas. Se supone que la censura es algo que ocurre en el pasado, no en el futuro. También podrían llamarlo «Diario» y poner una florecita en la portada. De cualquier forma, no se a qué alma de cántaro corresponde una decisión tan sabia, pero por favor, prohíban el cartel de mi corto, y háganlo ya. Me encantaría que la gente dijera al verlo: «Vaya, con La Aventura de Rosa llegó el escándalo». Me daría mucho caché.


(Por cierto que este sábado se proyecta en el Festival de Comedia de Navalcarnero…)

Siguiendo con la dignidad, Gallardón ha decidido prohibir a los hombres anuncio. Manuel Cobo dice que le parece una imagen tercermundista. Resulta que ahora en la Comunidad de Madrid, las señoras no podemos tocarnos las bragas y los caballeros se la cogen con pinzas.

No sé qué tiene la dignidad que siempre le preocupa a la gente que vive que te cagas.

Mucho más indigno me parece trabajar de teleoperador, y lo digo por experiencia. Cualquiera que conozca una de esas oficinas sabe qué sensación te da al entrar: un inmenso gallinero industrial. Personas conectadas a máquinas que hacen las llamadas por ellos. A lo mejor, en una jornada de ocho horas, el ordenador puede hacer que el agotado empleado/a haga unas 300 llamadas, en muchas de las cuales será cortado, insultado, educamente rechazado o simplemente ignorado. Todo esto con un descanso de veinte minutos para comer e ir al baño, y por un sueldo miserable.

Si el hombre anuncio es tercermundista, ¿esto qué es? Por no hablar de la vivienda, de la pérdida de empleos, de la especulación salvaje, de la pérdida de poder adquisitivo que ha acompañado al flamante euro.

Quizá el hombre o la mujer anuncio encuentre una nueva oportunidad para dignificar su vida y su tiempo empleándose en cualquier servicio de atención al cliente, cuyas condiciones no son visibles para los turistas ni tienen demasiado interés para los informativos. Mejor barrer la porquería bajo la alfombra, porque en realidad lo que cuenta, al parecer, no es trabajar dignamente, sino que lo parezca.

Mi semana

«Dentro de mil millones de años, no habrá tíos ni tías, sólo gilipollas».

Esta frase que dice Renton, el prota de Trainspotting, mientras alza una copa en una discoteca llena de gente, se me ha quedado bien incrustada en el cerebro, y la recuerdo con bastante frecuencia, especialmente cuando salgo por ahí y no acabo de entender qué hemos perdido los seres humanos en las discotecas.

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A veces salgo por ahí, y aunque suelo pasármelo bien, hay días contados en los que me digo a mi misma que no voy a volver a salir, que me voy a encerrar en casa a ver series, que me construiré un refugio antiatómico y que pasaré la crisis echándome sopas en polvo a la boca y haciendo buches con agua (que habré preparado con pastillas potabilizadoras) mientras veo DVDS y leo libros e intento captar alguna emisora con un transistor del año 84.

Pero todo eso es mentira, porque últimamente, y a pesar de que tengo mucho trabajo, salgo bastante. El martes, sin ir más lejos, fui a celebrar una buena noticia con M., y acabamos en un antro de Malasaña charlando con dos tipos de treinta y pocos. Uno era rockerito y gastado, y el otro pulidito y formal. Eran mejores amigos y se complementaban los chistes con la misma pericia que un duo de humoristas profesionales. La verdad es que M. y yo nos reímos un montón, y menos mal, porque éramos cuatro en el bar.

-Mira, tía, -me decía el tal Ramón-, yo me bajo los pantalones y soy como un faro. Me pongo a dar vueltas, ahora lo ves, ahora no lo ves.

Nos invitaron a una ronda.

-Yo es que prefiero una buena conversación a un buen polvo, ¿sabes?- me dijo Ramón, que tenía el don de la palabra.

-Mira tía, yo en el curriculum miento, ¿vale? porque yo no he acabado los estudios, pero luego tengo un saber estar, y valgo para un roto y para un descosido. Que yo me he pasado mucho tiempo currando en la noche, y me he salido, sabes, y llevo cinco años currando de administrativo y ningún problema, tía. Saber estar.

Mientras, su amigo se ponía a su espalda y hacía como que le daba con una manivela.

-A mi tía me dijeron, ¿qué quieres hacer, Ingeniería de Caminos o Ingeniería de Atajos? Y yo, coño, claro, Ingeniería de Atajos.

La lluvia arreciaba fuera y no había forma de salir, así que nos quedamos un rato hablando con ellos y viviendo una noche canallesca.

Sin embargo, ayer estuve en este sitio que me hizo recordar las palabras de Renton y un chico de 23 años, borracho, desagradable, feo, con acné, con pinta de maltratador del futuro, me dijo lo siguiente:

«Prefiero a las chicas que me putean. Porque si una tía te la ligas una noche y te acuestas con ella, dices, ¿con cuántos lo habrá hecho?»

Viéndole yo diría que millones.

«Pero yo si estoy con una tía que me maltrata, te lo digo en serio, me llena mucho más. Bueno, eso para una relación, claro, no para una cosa de una noche».

Así que la filosofía de Proust («Una ausencia, el rechazo a una invitación a cenar, una frialdad sin intención, pueden lograr más que todos los cosméticos y que todos los hermosos vestidos del mundo») encajaba como un guante con la sensibilidad del troglodita etílico de la discoteca de anoche. Yo estaba ahí, escuchándole, pero hubo un momento que me cansé y adopté mi actitud de rubia glacial, que es una fase que suele llegar cuando tengo la certeza de que estaría mejor durmiendo en mi casa. Por fin se fue, diciéndome algo que sonaba un tanto hostil, pero yo me quedé satisfecha, porque sé que cuando una tía le putea, el chico se siente mucho más lleno.

Al llegar a casa al amanecer me estuve riendo con el comentario de Rajoy, «Mañana tengo el coñazo del desfile. En fin, un plan apasionante.» Sí, Mariano, algunos le llaman trabajar.

Hoy es domingo y recuerdo la semana como una cosa extraña que me ha pasado por encima, y oye, he pensado que a lo mejor puedo escribir un poco sobre aquello que me haya llamado la atención, y hacerlo los domingos, que son días que me gustan poco. Quizá así logre extraer alguna conclusión (buena o mala) de ese período de tiempo, y no atravesar los días como las páginas de un libro escrito en un idioma que no conozco. Hoy, por ejemplo, no hay ninguna conclusión, o quiza sí.

Déjame que lo piense.

Cada día nacen miles de gilipollas en el mundo y la cuenta sigue subiendo.

Un hombre en la oscuridad

August Brill es un hombre que se cuenta historias por las noches para luchar contra el insomnio y el dolor. Brill se inventa la historia de una guerra imaginaria, de una guerra que sólo ocurre en su cabeza. A esta contienda entre los federales y los estados independientes, lanza a Owen Brick, un hombre joven e inocente, que sólo podrá acabar con la guerra si alcanza la orilla del mundo real y asesina a Brill.

Entre esos dos mundos teje Auster la historia que ha escogido para hablar de la Administración Bush y del EEUU post 11-s.

Guerras imaginarias, guerras reales. En ambas nadie tiene un por qué y en ambas se derrama la sangre de personas inocentes. Además de reflexionar sobre la guerra de Irak, Auster habla del amor, de la soledad, de la vejez, de la familia. Me lo he pasado muy bien leyendo la novela, pero no puedo decir que me haya seducido como suele hacer este hombre.

Ya sé si que digo que me gusta Paul Auster no seré muy original, pero llevo leyéndole unos catorce años y no voy a dejarlo sólo porque ahora a todo el mundo le guste. Empecé con una novelita en compactos Anagrama, «El País de las ?ltimas Cosas», que me encantó.

Por eso sé que ha habido unos libros que me han apasionado, que me han dado una sensación tremenda de perfección. No me pasa lo mismo con esta novela, ni con «Viajes por el Scriptorium», ni siquiera con «Brooklyn Follies».

«El Palacio de la Luna» y «La trilogía de Nueva York» son mis novelas preferidas de Auster, donde creo que ha depositado más alma, más corazón, más ideas, una forma de ver la vida.

Sin embargo, «Un hombre en la oscuridad», a pesar de que conserva la prosa magnética, fluida y precisa que caracteriza su estilo, y que me hace empatizar brutalmente con todos sus personajes, me da la sensación de ser una obra un tanto menor de un gran escritor.

Sin embargo, creo que es recomendable. Sólo por las páginas en las que Brill habla con su nieta de la importancia de los objetos en el cine, poniendo ejemplos de Renoir, Satyajit Ray o Yasujiro Ozu, y también por la capacidad que tiene de mezclar realidades, entrelazar historias, conmover con sus personajes y deslumbrar con su elegancia.

Así comienza esta novela:

Estoy solo en la oscuridad, dándole vueltas al mundo en la cabeza mientras paso otra noche de insomnio, otra noche en blanco en la gran desolación americana.

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El resto lo pones tú, si quieres.

La época dorada de las series

En su edición del domingo, El País Semanal ha publicado un artículo muy muy recomendable y exhaustivo sobre el auge y la época dorada de las series en Estados Unidos.

Lo ha escrito Álex Martínez Roig, director de contenidos de Canal +, y se nota que conoce su trabajo, y que siente auténtico fanatismo por las series. Sólo le pondría un pero, que no tiene nada que ver con el artículo sino con la guarnición en forma de reseñas de series famosas a cargo de escritores como Javier Marías, Fernando Savater o mi admirado Juan José Millás, -quien dice que «Hay días cuyas horas giran en torno al momento en el que me asomaré a escondidas a un nuevo capítulo de Perdidos»-. (Yo me siento igual. Me alegro mucho de admirarte rabiosamente.)

El pero es que echo en falta la opinión de un guionista. No porque las series españolas resistan la comparación con las americanas (que hoy por hoy no lo hacen, aunque no descarto que algún día lo consigan) sino porque los guionistas somos profesionales de las series, aunque las series que hagamos no sean ni por asomo igual de buenas. Vivimos de conocerlas. Las estudiamos, las diseccionamos como ranas muertas. Nos inspiran, soñamos con ellas, nos vamos a la cama con ellas. Damos clases basándonos en ellas. Pero por alguna razón el fenómeno de las series se ha vuelto tan cool que, pudiendo publicar la opinión de Marías, a quién le importa lo que piense un fulano o una fulana que lleva años trabajando en las series, que prácticamente vive por y para ellas.

Tampoco aluden a las series españolas, a pesar de que productos nacionales como «Aída» o «Cuéntame» barren en público y logran, con matices, el apoyo de la crítica. Esto, sin embargo, es comprensible, ya que por mucho que nos pese, nuestra industria televisiva pertenece, prácticamente, a otro planeta.

¿Por qué ocurre esto?

En mi opinión, hay dos factores fundamentales que limitan el horizonte de las series en nuestro país. En primer lugar, el generalismo. Me explico: la necesidad de escribir para la audiencia generalista, la imposición de escribir para el nene, la nena, el abuelo, la abuela, los padres, los hijos adolescentes y alguna que otra señora de Valladolid. Martínez Roig explica que los canales de suscripción (como HBO y Showtime, aquellos que pueden dirigirse a un espectro de público más restringido y por lo tanto, más exigente) son viables con dos o tres millones de abonados, y por lo tanto pueden arriesgar más en el terreno de la creatividad y la innovación.

Sin embargo, en España, no existen canales de de pago que produzcan ficción (por el momento) y toda serie aspira a cautivar a la familia entera o a perecer en el intento. Esto conduce a la censura que se ejerce en las cadenas ante propuestas demasiado excéntricas o/y rompedoras y también, y lo que es peor, a formas más o menos encubiertas de autocensura. El temor es «segmentar» la audiencia, ya sea por crear una serie demasiado excéntrica o tratar temas de forma demasiado explícita. Dicho de otro modo: no podemos tolerar que el abuelo se levante. ¡No nos dejes, abuelo!

La otra gran razón es la duración de las series españolas. Cualquier capítulo de una serie dramática en EEUU son 42 minutos. Cualquier sitcom dura 22 minutos.

Aquí, tanto las ficciones dramáticas como las cómicas duran 70-80 minutos, en ocasiones se ha apostado por los 50 con resultados mediocres. Ya es duro mantener la tensión durante tanto tiempo (es como una película corta) para una serie dramática, pero en el caso de la comedia es poco menos que un milagro. ¿Qué harían los geniales guionistas de Frasier si tuvieran que hacer un capítulo que durase casi el triple de lo que duran sus episodios normalmente?

Harían «Frasier, la película».

Estas dos esclavitudes, el generalismo y la duración, condicionan y acotan el presente y el futuro de las series españolas. Al final todo se reduce a una cuestión de dinero: no se le escapa a nadie que esto es un negocio y que el mayor virtuosismo es lograr que los adolescentes se compren politonos. Parece difícil que se reproduzca el esquema de Estados Unidos, ya que simplemente por población, lo más lógico es que no compense producir series para una audiencia minoritaria; en Estados Unidos las minorías son mucho más rentables que aquí. Además, por mucho que las series de EEUU sean una genialidad y estén en boca de todos, por mucho que las series españolas estén escondidas detrás de las columnas en los centros comerciales, lo cierto es que también hay una cierta época dorada en nuestro país. Lo de la calidad es discutible, y he de admitir que yo sobre todo veo series extranjeras, pero en cuanto a producción se refiere, es un hecho que la ficción televisiva es un mercado vigoroso y en continua evolución. Se calcula que en España, ahora mismo, hay unas cuarenta series en producción. Nunca antes se había visto nada igual.

Además, y especialmente si se compara con el cine español, la televisión nacional es muy exitosa. Todas las cadenas generalistas basan su prime time en una parrilla de series en las predomina la producción propia. Productos como «Aída» superan con frecuencia el 30% de share, mientras que «Perdidos» no supera el 10%. Al ser este panorama, es lógico que las cadenas no deseen una «revolución» en el sector, siguiendo la máxima de «si no está roto, no lo arregles.»

Sin embargo, yo quiero pensar que el dinamismo en la producción de series (tanto nacionales como extranjeras), la cantidad de ofertas que llegan y llegarán al espectador revertirán en que éste se vuelva más exigente y que en el futuro nuestra ficción será mejor.

Y ahora, para que nos conozcamos un poco más, os dejo con una lista de mis series favoritas. Espero la vuestra.

SERIES DRAMÁTICAS

1. Los Soprano
2. The Wire
3. El Ala Oeste de la Casablanca
4. The Shield
5. Perdidos

SERIES C?MICAS

1. Frasier
2. Seinfeld
3. Curb Your Enthusiasm
4. 30 Rock
5. Arrested Development

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Y me salgo de la lista para mencionar que la breve «Studio 60», de Aaron Sorkin, me parece una maravilla.

Ficción

«A ver si me entero», dijo un estudiante. «Lo que tú dices es que si yo digo algo en voz alta, ese soy yo diciéndolo, pero que si escribo esa misma cosa en un papel, es otra persona, ¿no?»
«Sí», dije, «y lo llamamos ficción».
El estudiante sacó su cuaderno, escribió algo y me pasó una hoja de papel en la que pude leer: «Es la cosa más estúpida que he oído en mi puta vida».
Eran un grupo listo.

David Sedaris.
«La Curva de Aprendizaje», relato de «Mi Vida En Rose»,
Mondadori, 2003, Barcelona.

David Sedaris (Nueva York, 1956) es escritor, humorista, comediante y una estrella radiofónica. En su primera juventud, fracasó estrepitosamente en el mundo de las artes visuales y la escena alternativa (hacía performances), y fue acumulando toda suerte de trabajos absurdos, como por ejemplo, elfo a tiempo parcial en los grandes almacenes Macy’s, empleo que inspiraría el relato que se convertiría en uno de sus éxitos más celebrados «Diarios de Santaland.» Si pincháis aquí podéis escuchar cómo lo leyó en 1992 (en inglés) en la emisora NPR, momento que supuso un punto de inflexión en su carrera.

«Tuve buena suerte, todo comenzó con aquella pieza en la radio. Si no fuera por eso, seguiría trabajando de criada, limpiando apartamentos en Nueva York.»

Después de dejar la universidad de Kent, se fue a estudiar Arte a Chicago, y fue descubierto por un presentador de radio leyendo sus diarios en un club cómico. Aquello cambió su vida. Publicó «Barrel Fever», y después «Naked», publicados en España por Mondadori. Del segundo afirmó que va de un hombre que lleva un diario, y que «no es él, pero se le parece un montón». Quizá porque se tomó la molestia de escribirlo en un papel.

«Cuando la profesora me preguntó si podría entrevistarse con mi madre, toqué la superficie del pupitre ocho veces con la nariz.
-¿Debo tomar eso como un «sí»?- preguntó.
De acuerdo con los cálculos, aquel día yo había abandonado mi asiento en veintiocho ocasiones .
-Te mueves más que una mosca. Te pierdo de vista un minuto y ya estás allí, con la lengua pegada al interruptor de la luz. Tal vez eso sea habitual en el sitio de donde vienes, pero aquí, en mi clase, no nos levantamos para lamer los interruptores cada vez que nos viene en gana. Ese es el interruptor de la señorita Chestnut y a ella le gusta tenerlo seco. ¿Te gustaría que me presentara en tu casa y me dedicara a pasar la lengua por tus interruptores? ¿Eh, qué te parecería?
Cuando intentaba imaginármela en acción, oí la llamada de mi zapato. «Sácame -susurraba-. Apoya mi talón contra tu frente tres veces. Hazlo ahora, nadie lo notará.»

Del relato «Una plaga de tics». David Sedaris, Cíclopes, Ed. Mondadori.

Aquí lee «Jesus Shaves», en el festival literario Flip, en julio de 2008. Está en inglés, pero merece la pena.

Y hablando de todo un poco, si te apetece, puedes leer mi columna en ámbito cultural si le das una patadita a esta palabra.