Mi semana

«Dentro de mil millones de años, no habrá tíos ni tías, sólo gilipollas».

Esta frase que dice Renton, el prota de Trainspotting, mientras alza una copa en una discoteca llena de gente, se me ha quedado bien incrustada en el cerebro, y la recuerdo con bastante frecuencia, especialmente cuando salgo por ahí y no acabo de entender qué hemos perdido los seres humanos en las discotecas.

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A veces salgo por ahí, y aunque suelo pasármelo bien, hay días contados en los que me digo a mi misma que no voy a volver a salir, que me voy a encerrar en casa a ver series, que me construiré un refugio antiatómico y que pasaré la crisis echándome sopas en polvo a la boca y haciendo buches con agua (que habré preparado con pastillas potabilizadoras) mientras veo DVDS y leo libros e intento captar alguna emisora con un transistor del año 84.

Pero todo eso es mentira, porque últimamente, y a pesar de que tengo mucho trabajo, salgo bastante. El martes, sin ir más lejos, fui a celebrar una buena noticia con M., y acabamos en un antro de Malasaña charlando con dos tipos de treinta y pocos. Uno era rockerito y gastado, y el otro pulidito y formal. Eran mejores amigos y se complementaban los chistes con la misma pericia que un duo de humoristas profesionales. La verdad es que M. y yo nos reímos un montón, y menos mal, porque éramos cuatro en el bar.

-Mira, tía, -me decía el tal Ramón-, yo me bajo los pantalones y soy como un faro. Me pongo a dar vueltas, ahora lo ves, ahora no lo ves.

Nos invitaron a una ronda.

-Yo es que prefiero una buena conversación a un buen polvo, ¿sabes?- me dijo Ramón, que tenía el don de la palabra.

-Mira tía, yo en el curriculum miento, ¿vale? porque yo no he acabado los estudios, pero luego tengo un saber estar, y valgo para un roto y para un descosido. Que yo me he pasado mucho tiempo currando en la noche, y me he salido, sabes, y llevo cinco años currando de administrativo y ningún problema, tía. Saber estar.

Mientras, su amigo se ponía a su espalda y hacía como que le daba con una manivela.

-A mi tía me dijeron, ¿qué quieres hacer, Ingeniería de Caminos o Ingeniería de Atajos? Y yo, coño, claro, Ingeniería de Atajos.

La lluvia arreciaba fuera y no había forma de salir, así que nos quedamos un rato hablando con ellos y viviendo una noche canallesca.

Sin embargo, ayer estuve en este sitio que me hizo recordar las palabras de Renton y un chico de 23 años, borracho, desagradable, feo, con acné, con pinta de maltratador del futuro, me dijo lo siguiente:

«Prefiero a las chicas que me putean. Porque si una tía te la ligas una noche y te acuestas con ella, dices, ¿con cuántos lo habrá hecho?»

Viéndole yo diría que millones.

«Pero yo si estoy con una tía que me maltrata, te lo digo en serio, me llena mucho más. Bueno, eso para una relación, claro, no para una cosa de una noche».

Así que la filosofía de Proust («Una ausencia, el rechazo a una invitación a cenar, una frialdad sin intención, pueden lograr más que todos los cosméticos y que todos los hermosos vestidos del mundo») encajaba como un guante con la sensibilidad del troglodita etílico de la discoteca de anoche. Yo estaba ahí, escuchándole, pero hubo un momento que me cansé y adopté mi actitud de rubia glacial, que es una fase que suele llegar cuando tengo la certeza de que estaría mejor durmiendo en mi casa. Por fin se fue, diciéndome algo que sonaba un tanto hostil, pero yo me quedé satisfecha, porque sé que cuando una tía le putea, el chico se siente mucho más lleno.

Al llegar a casa al amanecer me estuve riendo con el comentario de Rajoy, «Mañana tengo el coñazo del desfile. En fin, un plan apasionante.» Sí, Mariano, algunos le llaman trabajar.

Hoy es domingo y recuerdo la semana como una cosa extraña que me ha pasado por encima, y oye, he pensado que a lo mejor puedo escribir un poco sobre aquello que me haya llamado la atención, y hacerlo los domingos, que son días que me gustan poco. Quizá así logre extraer alguna conclusión (buena o mala) de ese período de tiempo, y no atravesar los días como las páginas de un libro escrito en un idioma que no conozco. Hoy, por ejemplo, no hay ninguna conclusión, o quiza sí.

Déjame que lo piense.

Cada día nacen miles de gilipollas en el mundo y la cuenta sigue subiendo.

Un hombre en la oscuridad

August Brill es un hombre que se cuenta historias por las noches para luchar contra el insomnio y el dolor. Brill se inventa la historia de una guerra imaginaria, de una guerra que sólo ocurre en su cabeza. A esta contienda entre los federales y los estados independientes, lanza a Owen Brick, un hombre joven e inocente, que sólo podrá acabar con la guerra si alcanza la orilla del mundo real y asesina a Brill.

Entre esos dos mundos teje Auster la historia que ha escogido para hablar de la Administración Bush y del EEUU post 11-s.

Guerras imaginarias, guerras reales. En ambas nadie tiene un por qué y en ambas se derrama la sangre de personas inocentes. Además de reflexionar sobre la guerra de Irak, Auster habla del amor, de la soledad, de la vejez, de la familia. Me lo he pasado muy bien leyendo la novela, pero no puedo decir que me haya seducido como suele hacer este hombre.

Ya sé si que digo que me gusta Paul Auster no seré muy original, pero llevo leyéndole unos catorce años y no voy a dejarlo sólo porque ahora a todo el mundo le guste. Empecé con una novelita en compactos Anagrama, «El País de las ?ltimas Cosas», que me encantó.

Por eso sé que ha habido unos libros que me han apasionado, que me han dado una sensación tremenda de perfección. No me pasa lo mismo con esta novela, ni con «Viajes por el Scriptorium», ni siquiera con «Brooklyn Follies».

«El Palacio de la Luna» y «La trilogía de Nueva York» son mis novelas preferidas de Auster, donde creo que ha depositado más alma, más corazón, más ideas, una forma de ver la vida.

Sin embargo, «Un hombre en la oscuridad», a pesar de que conserva la prosa magnética, fluida y precisa que caracteriza su estilo, y que me hace empatizar brutalmente con todos sus personajes, me da la sensación de ser una obra un tanto menor de un gran escritor.

Sin embargo, creo que es recomendable. Sólo por las páginas en las que Brill habla con su nieta de la importancia de los objetos en el cine, poniendo ejemplos de Renoir, Satyajit Ray o Yasujiro Ozu, y también por la capacidad que tiene de mezclar realidades, entrelazar historias, conmover con sus personajes y deslumbrar con su elegancia.

Así comienza esta novela:

Estoy solo en la oscuridad, dándole vueltas al mundo en la cabeza mientras paso otra noche de insomnio, otra noche en blanco en la gran desolación americana.

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El resto lo pones tú, si quieres.

La época dorada de las series

En su edición del domingo, El País Semanal ha publicado un artículo muy muy recomendable y exhaustivo sobre el auge y la época dorada de las series en Estados Unidos.

Lo ha escrito Álex Martínez Roig, director de contenidos de Canal +, y se nota que conoce su trabajo, y que siente auténtico fanatismo por las series. Sólo le pondría un pero, que no tiene nada que ver con el artículo sino con la guarnición en forma de reseñas de series famosas a cargo de escritores como Javier Marías, Fernando Savater o mi admirado Juan José Millás, -quien dice que «Hay días cuyas horas giran en torno al momento en el que me asomaré a escondidas a un nuevo capítulo de Perdidos»-. (Yo me siento igual. Me alegro mucho de admirarte rabiosamente.)

El pero es que echo en falta la opinión de un guionista. No porque las series españolas resistan la comparación con las americanas (que hoy por hoy no lo hacen, aunque no descarto que algún día lo consigan) sino porque los guionistas somos profesionales de las series, aunque las series que hagamos no sean ni por asomo igual de buenas. Vivimos de conocerlas. Las estudiamos, las diseccionamos como ranas muertas. Nos inspiran, soñamos con ellas, nos vamos a la cama con ellas. Damos clases basándonos en ellas. Pero por alguna razón el fenómeno de las series se ha vuelto tan cool que, pudiendo publicar la opinión de Marías, a quién le importa lo que piense un fulano o una fulana que lleva años trabajando en las series, que prácticamente vive por y para ellas.

Tampoco aluden a las series españolas, a pesar de que productos nacionales como «Aída» o «Cuéntame» barren en público y logran, con matices, el apoyo de la crítica. Esto, sin embargo, es comprensible, ya que por mucho que nos pese, nuestra industria televisiva pertenece, prácticamente, a otro planeta.

¿Por qué ocurre esto?

En mi opinión, hay dos factores fundamentales que limitan el horizonte de las series en nuestro país. En primer lugar, el generalismo. Me explico: la necesidad de escribir para la audiencia generalista, la imposición de escribir para el nene, la nena, el abuelo, la abuela, los padres, los hijos adolescentes y alguna que otra señora de Valladolid. Martínez Roig explica que los canales de suscripción (como HBO y Showtime, aquellos que pueden dirigirse a un espectro de público más restringido y por lo tanto, más exigente) son viables con dos o tres millones de abonados, y por lo tanto pueden arriesgar más en el terreno de la creatividad y la innovación.

Sin embargo, en España, no existen canales de de pago que produzcan ficción (por el momento) y toda serie aspira a cautivar a la familia entera o a perecer en el intento. Esto conduce a la censura que se ejerce en las cadenas ante propuestas demasiado excéntricas o/y rompedoras y también, y lo que es peor, a formas más o menos encubiertas de autocensura. El temor es «segmentar» la audiencia, ya sea por crear una serie demasiado excéntrica o tratar temas de forma demasiado explícita. Dicho de otro modo: no podemos tolerar que el abuelo se levante. ¡No nos dejes, abuelo!

La otra gran razón es la duración de las series españolas. Cualquier capítulo de una serie dramática en EEUU son 42 minutos. Cualquier sitcom dura 22 minutos.

Aquí, tanto las ficciones dramáticas como las cómicas duran 70-80 minutos, en ocasiones se ha apostado por los 50 con resultados mediocres. Ya es duro mantener la tensión durante tanto tiempo (es como una película corta) para una serie dramática, pero en el caso de la comedia es poco menos que un milagro. ¿Qué harían los geniales guionistas de Frasier si tuvieran que hacer un capítulo que durase casi el triple de lo que duran sus episodios normalmente?

Harían «Frasier, la película».

Estas dos esclavitudes, el generalismo y la duración, condicionan y acotan el presente y el futuro de las series españolas. Al final todo se reduce a una cuestión de dinero: no se le escapa a nadie que esto es un negocio y que el mayor virtuosismo es lograr que los adolescentes se compren politonos. Parece difícil que se reproduzca el esquema de Estados Unidos, ya que simplemente por población, lo más lógico es que no compense producir series para una audiencia minoritaria; en Estados Unidos las minorías son mucho más rentables que aquí. Además, por mucho que las series de EEUU sean una genialidad y estén en boca de todos, por mucho que las series españolas estén escondidas detrás de las columnas en los centros comerciales, lo cierto es que también hay una cierta época dorada en nuestro país. Lo de la calidad es discutible, y he de admitir que yo sobre todo veo series extranjeras, pero en cuanto a producción se refiere, es un hecho que la ficción televisiva es un mercado vigoroso y en continua evolución. Se calcula que en España, ahora mismo, hay unas cuarenta series en producción. Nunca antes se había visto nada igual.

Además, y especialmente si se compara con el cine español, la televisión nacional es muy exitosa. Todas las cadenas generalistas basan su prime time en una parrilla de series en las predomina la producción propia. Productos como «Aída» superan con frecuencia el 30% de share, mientras que «Perdidos» no supera el 10%. Al ser este panorama, es lógico que las cadenas no deseen una «revolución» en el sector, siguiendo la máxima de «si no está roto, no lo arregles.»

Sin embargo, yo quiero pensar que el dinamismo en la producción de series (tanto nacionales como extranjeras), la cantidad de ofertas que llegan y llegarán al espectador revertirán en que éste se vuelva más exigente y que en el futuro nuestra ficción será mejor.

Y ahora, para que nos conozcamos un poco más, os dejo con una lista de mis series favoritas. Espero la vuestra.

SERIES DRAMÁTICAS

1. Los Soprano
2. The Wire
3. El Ala Oeste de la Casablanca
4. The Shield
5. Perdidos

SERIES C?MICAS

1. Frasier
2. Seinfeld
3. Curb Your Enthusiasm
4. 30 Rock
5. Arrested Development

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Y me salgo de la lista para mencionar que la breve «Studio 60», de Aaron Sorkin, me parece una maravilla.

Ficción

«A ver si me entero», dijo un estudiante. «Lo que tú dices es que si yo digo algo en voz alta, ese soy yo diciéndolo, pero que si escribo esa misma cosa en un papel, es otra persona, ¿no?»
«Sí», dije, «y lo llamamos ficción».
El estudiante sacó su cuaderno, escribió algo y me pasó una hoja de papel en la que pude leer: «Es la cosa más estúpida que he oído en mi puta vida».
Eran un grupo listo.

David Sedaris.
«La Curva de Aprendizaje», relato de «Mi Vida En Rose»,
Mondadori, 2003, Barcelona.

David Sedaris (Nueva York, 1956) es escritor, humorista, comediante y una estrella radiofónica. En su primera juventud, fracasó estrepitosamente en el mundo de las artes visuales y la escena alternativa (hacía performances), y fue acumulando toda suerte de trabajos absurdos, como por ejemplo, elfo a tiempo parcial en los grandes almacenes Macy’s, empleo que inspiraría el relato que se convertiría en uno de sus éxitos más celebrados «Diarios de Santaland.» Si pincháis aquí podéis escuchar cómo lo leyó en 1992 (en inglés) en la emisora NPR, momento que supuso un punto de inflexión en su carrera.

«Tuve buena suerte, todo comenzó con aquella pieza en la radio. Si no fuera por eso, seguiría trabajando de criada, limpiando apartamentos en Nueva York.»

Después de dejar la universidad de Kent, se fue a estudiar Arte a Chicago, y fue descubierto por un presentador de radio leyendo sus diarios en un club cómico. Aquello cambió su vida. Publicó «Barrel Fever», y después «Naked», publicados en España por Mondadori. Del segundo afirmó que va de un hombre que lleva un diario, y que «no es él, pero se le parece un montón». Quizá porque se tomó la molestia de escribirlo en un papel.

«Cuando la profesora me preguntó si podría entrevistarse con mi madre, toqué la superficie del pupitre ocho veces con la nariz.
-¿Debo tomar eso como un «sí»?- preguntó.
De acuerdo con los cálculos, aquel día yo había abandonado mi asiento en veintiocho ocasiones .
-Te mueves más que una mosca. Te pierdo de vista un minuto y ya estás allí, con la lengua pegada al interruptor de la luz. Tal vez eso sea habitual en el sitio de donde vienes, pero aquí, en mi clase, no nos levantamos para lamer los interruptores cada vez que nos viene en gana. Ese es el interruptor de la señorita Chestnut y a ella le gusta tenerlo seco. ¿Te gustaría que me presentara en tu casa y me dedicara a pasar la lengua por tus interruptores? ¿Eh, qué te parecería?
Cuando intentaba imaginármela en acción, oí la llamada de mi zapato. «Sácame -susurraba-. Apoya mi talón contra tu frente tres veces. Hazlo ahora, nadie lo notará.»

Del relato «Una plaga de tics». David Sedaris, Cíclopes, Ed. Mondadori.

Aquí lee «Jesus Shaves», en el festival literario Flip, en julio de 2008. Está en inglés, pero merece la pena.

Y hablando de todo un poco, si te apetece, puedes leer mi columna en ámbito cultural si le das una patadita a esta palabra.

Berlín, primeras impresiones

«El 4 de Noviembre de 1989 500.000 manifestantes se reunieron en Alexanderplatz para pedir reformas políticas. En esa época la RDA estaba perdiendo unos diez mil ciudadanos al día. La hora de la verdad se produjo el 9 de Noviembre de 1989, cuando el Politburó de la RDA intentó dar un giro radical a la situación aprobando los viajes al Oeste. Günter Schabowsky, dirigente del Politburó, anunció la nueva medida en una conferencia de prensa televisada. Un periodista le preguntó cuando entraría en vigor, a lo que Schabowsky, tras consultar incómodamente sus notas y sin saber por qué, dijo equivocadamente «desde ahora mismo». Tras un momento de vacilación, decenas de miles de personas corrieron hasta los puestos fronterizos de Berlín ante la mirada atónita de los guardias, quienes, a pesar de desconocer la noticia, no intervinieron.
Los berlineses occidentales salieron a las calles a felicitar a los visitantes; las lágrimas y el champán corrieron a mares. En medio de fiestas interminables, los Trabants hacían colas kilométricas y miles de personas cantaban a horcajadas del muro despedazado. La Berlín dividida volvía a ser una sola.»

De la Guía de Berlín de Lonely Planet

Hace algunos días llegué a Berlín. Nos encontramos a punto de convertir el turismo en una disciplina olímpica, o bien un videojuego. Estamos llegando al límite de nuestras fuerzas y al tuétano de las guías de viaje y recomendaciones variadas. Lo bonito de viajar es poder ver las grandes y no tan grandes diferencias, y en Berlín especialmente ya que esa diversidad late en cada punto del mapa.

Hace frío, el cielo está cubierto de forma perenne y a los berlineses les gusta la comida sana y desplazarse en bicicleta. Las distancias dentro de la ciudad son enormes. Los edificios de apartamentos suelen tener un patio interior lleno de árboles, donde almacenan sus bicicletas y reciclan su basura en cuatro categorías. Las calles son tranquilas y algo oscuras, el sol cae sobre las siete y media, y cuando arrecia el viento te sientes como en una novela del romanticismo alemán. El transporte público es un enjambre, el S-Bahn cubre la superficie, el U-Bahn el mundo subterráneo, y también hay buses y tranvías de color amarillo. Los olores de Kebab saturan el aire, y la Tv Tower se ve desde el aparmento en el que me quedo, situado en la zona Este, donde es fácil encontrar licor pero difícil encontrar librerías, y donde las pintadas invaden los edificios descascarillados.

Lo que más me gusta de Berlín es la sensación de que esta ciudad se reiventa cada día. La mezcla de la perfección germánica (en el exterior del Bundestag, había unos 50 Audis alineados en diversas gamas de gris) con la irreverencia y la libertad que brillan y sorprenden en cada esquina, en cada bar, en cada tienda, en cada atuendo, en cada graffiti. (Esta misma tarde fotografiamos una pared de un edificio cubierto de zapatos.)

Hoy, con la nostalgia que siempre apareja el agotamiento, me da por imaginarme cómo sería mi vida si ese cielo encapotado fuera mi casa, si mi vida fuera otra y hubiera podido conocer a mi otra mitad a la edad de nueve anyos.

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Mi noche en blanco

Ayer cogí un autobús a las 14.30. Llegué a Astorga, (León) a las 18.00 h. Encontré el Teatro Gullón (para que luego digan que las mujeres no sabemos leer los mapas), tomé asiento, comenzó la gala de clausura, donde actuaron Russian Red (cuya actuación me encantó, os lo recomiendo), además de una bonita actuación de unos bailarines de danzas leonesas (por su aspecto, bien podrían haber venido de una galaxia paralela) y se entregaron los premios del IX Certamen Nacional de Cortos de Astorga.

No he encontrado ningún vínculo para que consultéis el palmarés, pero los galardones estuvieron muy repartidos: «Alumbramiento», de Eduardo Chapero-Jackson (este hombre es un talentazo pero lo de su nombre me parece fascinante, sólo podría ser mejor si se llamara Eduardo Acción-Jackson), «Heterosexuales y Casados», de Vicente Villanueva (a quien tuve el placer de conocer), y «Las Horas Muertas» de Aritz Zubillaga se llevaron los tres premios gordos, y luego también hubo premio para mi amiga Isabel de Ocampo por «Miente». Además, pasé un buen rato hablando con Lucas Figueroa, que se llevó ni más ni menos que tres premios por «Porque hay cosas que nunca se olvidan» y con Hatem Kraiche Ruiz-Zorrilla, que se llevó otro para su corto «Machu Picchu». En fin, que les doy las gracias a Luis Miguel Alonso y a la organización del festival por su amabilidad y por apoyar mi corto.

Y el premio al mejor guión me lo llevé yo, qué pasa, por «La Aventura de Rosa.» Y claro, el típico trajín de subir a recoger el premio, hablar, yo creo que dije algo como esto:

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Por cierto, podéis leer sobre todo lo relativo al corto en este nuevo blog del ídem.

Después de la clausura, en la que los bailarines de danza leonesa gritaban «¡mundo!» o algo así y saltaban graciosamente definiendo 365º, cenamos un picoteo con exquisitos productos de la tierra, como cecina, jamón, empanadas, chocolate y pasé un buen rato con los amiguetes que os he mencionado. A las 02:15 cogí el autobús de regreso, con el trofeo, un simpático buho que pesaba varios kilos, y llegué a Madrid a las 06.30, viendo jovenes borrachos de tanta cultura por las calles.

Os dejo con la clásica instantánea de «jóvenes cineastas con Montxo Armendáriz de fondo», y prometo volver con posts más serenos e incluso con vínculos y frases subordinadas.

Ahora no puedo hacerlo porque me voy de vacaciones. Mi destino es clasificado hasta que os escriba desde allí. (Pocas veces tengo la ocasión de hacerme la interesante y no la iba a dejar escapar.)

Sed buenos.