Por encima de nuestras ciudades, de las calles, de las casas, del ruido y la velocidad, los trenes, los coches, los luces y los colores, por encima de nuestros problemas y triunfos, por encima de los niños y de los adultos, de las personas felices y de las melancólicas, del dolor y de la alegría, del amor y de la indiferencia, la Tierra sigue girando en el espacio con ausente perfección.
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GENE KELLY (1912-1996)
El pasado día 23 se cumplieron cien años del nacimiento del actor, bailarín y coreógrafo Gene Kelly, (1912-1966). Por eso hago una pausa en mi «turra europea» para rendir un sencillo homenaje a uno de los artistas que más sonrisas han conseguido en la historia del cine, a través de los años, los países, el blanco y negro y el color. Comparado siempre con Fred Astaire, dijo que Fred en la esfera del baile era la aristocracia, y él, el proletariado; que Fred Astaire era el Cary Grant de la danza y él, el Marlon Brando. Parecía tener envidia de Astaire «Yo trabajo más a lo grande, su estilo es más íntimo. Siento muchos celos cuando le veo en la pequeña pantalla; me encanta verle bailar en televisión. Me gustaría poder ponerme un frac y parecer tan delgado como él, pero estoy construido como un bloque de cemento.»
No lo creo. Quizá no fuera tan etéreo como Astaire, pero desde luego Gene Kelly era atlético, muy masculino, ágil, con estilo, y sobre todo muy alegre. Y la alegría es contagiosa.
Algunos vídeos:
–Este baile con Leslie Caron a la orilla del Sena de «Un Americano en París.»
-Esto es asombroso (pieza de «Summer Stock», 1950.)
-Si Astaire bailaba (maravillosamente bien) con un perchero, él lo hacía con una escoba. Aquí.
Y por supuesto, por muy sobada que esté la escena, por muy vista que esté la película, esto es patrimonio de la humanidad. Imposible verlo sin sonreír.
Y qué guapo era el muy bandido. Hablando de todo un poco.
¡Te queremos, Gene!
Aprovecho para mandar un saludo cariñoso a la pareja de Singapur que conocí este verano. Ella se llama Gene y su marido Kelly. Y no estoy de broma.
LA VIEJA EUROPA: BUDAPEST
Después de Praga llegamos a Budapest; el Danubio une las ciudades de Buda y Obuda y la de Pest, y de su unión el nombre de la capital húngara. Si pensaba que con el idioma checo no me enteraba de nada, el húngaro es más incomprensible aún. Palauydvar quiere decir estación. Kijarati, salida. El metro, bastante viejo, está excavado en el centro de la tierra. Y allí empiezas a mirar a los nativos mientras esperas a sacar un billete de metro (o quizá sea una chocolatina lo que va a salir de la máquina) y empiezan a desfilar una cantidad increíble de mujeres altas, delgadas, de piel pálida, pelo oscuro y ojos claros. Los tíos no son así, pero ellas son guapísimas; y te preguntas cómo son así si comen tanto goulash y tanto Dobos torta (yo me comí uno en Gerbaud, un sitio precioso.)
Al igual que Praga, Budapest también tiene una historia movidita. Primero estuvieron allí los romanos, luego los hunos, ávaros, y los búlgaros; posteriormente Carlomagno les dio para el pelo. Sus sucesores crearon unos ducados en la zona hasta que llegaron las siete tribus magiares que crearon Hungría; On-gur, que significa diez flechas, es la palabra que dio lugar al nombre del país. Más tarde llegarían los turcos, con quienes siempre han estado a la gresca pero cuya influencia es aún visible en el país, los Habsburgo, que llevaron el barroco y la industrialización a Budapest, convirtiéndolo en una ciudad espectacular. Sissi aprendió húngaro y se los metió a todos en el bolsillo.
Hoy Budapest es una ciudad con edificiosos majestuosos que recuerdan a Gotham, la ciudad de Batman; pero también están derruidos y llenos de suciedad, y ante tanta monumentalidad te pones a pensar dónde está el espíritu magiar entre toda esta sofisticación cultural y arquitectónica. Está en la Plaza de los Héroes:
Esas esculturas, de las siete tribus, dejan a los chavalotes de Juego de Tronos en un panda de gañanes. Ese caballo con la cornamenta de un ciervo encajado en la brida es la prueba de una naturaleza orgullosa y distinta detrás de todos los colonizadores.
De lo que más me ha gustado en esta ciudad: el Parlamento, el Templo de San Matías y el Bastión de los Pescadores, que se alza majestuosamente sobre el río. El castillo de los Habsburgo es tan rimbombante como todo lo que ellos hacían, de dicho recinto lo que más me gusta es la escultura del ave Turul, una criatura de leyenda que, según dicen, vivía en la cima del árbol de la vida y cuidaba de las almas en forma de pequeños pájaros que también habitaban allí. El ave era, además, mensajero entre los dioses y los humanos y el garante del equilibrio universal. (¿Dónde tiene el plato para el alpiste?).
Y desde luego mi visita favorita fue al hospital que hay excavado en la roca de Buda y que sirvió tanto como centro sanitario en la II GM y como búnker en la Guerra Fría. No me dejaron hacer fotos pero este es el enlace. Algo que sin embargo no hay que hacer es coger un barco para cenar y que te paseen dos horas y media por el mismo trozo del Danubio hasta que entren ganas de tirarte por la borda.
Me perdí los baños de Geller y la ciudadela, y ya andaba camino de la estación de tren cuando me tope con esta preciosa localización de «Tinker, tailor, soldier, spy». ¿La recordáis?
Siguiente y última parada: Viena.
LA VIEJA EUROPA: PRAGA
Praga es como una puta y los hoteles y comercios son su chulo. Eso es lo que me ha dicho mi S.O. al llegar a Budapest. Y tiene razón. Praga es como ese guapo que se sabe guapo y que no tiene que esforzarse en mostrar su atractivo natural, perdiendo así -sin saberlo- buena parte de su encanto.
El lema de Praga podría ser «espera por todo, paga por todo» y sería fantástica si no estuviera colonizada por esa raza abundante, gritona y pesada que somos los turistas. Probablemente, sería una ciudad distinta sin las hordas que abarrotan las calles a todas horas, jaleando las monerías del reloj astronómico o acercándose más y más a los guardias que esperan inmóviles a las puertas del Castillo el cambio de guardia. Los hoteles son caros y malos. La comida no es mucho mejor. Los camareros son bastante antipáticos. Pero no es el presente lo que ha convertido a Praga en uno de los destinos inevitables del turismo mundial, sino su pasado. Un pasadizo temporal que une a eslavos, austríacos, alemanes, nazis, comunistas y finalmente multinacionales hoteleras. Un entramado de calles en el que el barroco, el gótico, el art noveau se dan la mano con las sinagogas, los cafés cosmopolitas y los mazacotes comunistas. Si Praga es una puta, supongo que eso me convierte en el cliente cándido y bienintencionado que piensa que en otra época, en otra circunstancia, podría llevar a su amada (o amado) por el buen camino. Por eso he fantaseado con volver en invierno o cuando se extinga la raza humana. Lo que me hace pensar mucho en cómo ruedan las pelis, especialmente las escenas que transcurran en el Puente Carlos. Probablemente llegan unos tanques y tiran a todo el mundo al Moldava mientras vallan los accesos. Es lo que yo haría.
Sin embargo, y a pesar de estas cositas que me han gustado menos, Praga es una maravilla y he visto lugares y objetos bellísimos (¿acaso no es esa la razón por la que salí de casa en primer lugar?), y de todo lo que he visto me quedaría con los barrios de Stare Mesto, Nove Mesto y Malá Strana; con la encantadora Plaza del Pueblo Viejo, con el reloj astronómico, y la Iglesia de Nuestra Señora de Tyn. También me encantó la Catedral de San Vito, la Sinagoga Española, el Cementerio Judío, el Museo Mucha y los edificios Art Nouveau de la ciudad.
LA VIEJA EUROPA
Mañana me voy de viaje a una ciudad que tengo muchísimas ganas de conocer: Praga, ciudad en la que se desarrolla uno de los mejores libros que leí el año pasado: HHhH, de Laurent Binet, una novela histórica con un twist metalingüístico francamente genial. La novela habla de la épica Operación Antropoide, en la que un checo y un eslovaco llevan a cabo la misión de acabar con la vida del carnicero de Praga, Reinhard Heydrich, uno de los peores nazis (y eso es mucho decir) del Tercer Reich. Curiosamente, ahora estoy leyendo «Praga Mortal» de Philip Kerr, y aunque no va de Antropoide, Heydrich también es uno de sus personajes importantes, ya que fue Reichsprotektor de Praga… hasta que murió a causa de las heridas que le causaron los héroes y protagonistas HHhH Kubis y Gabcik.
También es la ciudad de Kafka, de la primera parte de Mission: Impossible dirigida por Brian de Palma, del reloj astronómico, de los Diarios de Praga y de tantas otras novelas, pelis e historias que no conozco (pero que me encantaría.) Mientras me peleo con los miles de visitantes del Puente Carlos, aquí tenéis algunos posts sobre la vieja Europa, por si os aburrís.
La historia detrás de Lili Marleen
Fritz, Thea y Gerda (en el museo del cine de Berlín)
Kruger no es (sólo) un lugar
«Safari» quiere decir «viaje» en swahili. Se hizo popular gracias al expedicionario del s. XIX llamado Richard Francis Burton y ahora es una palabra integrada en todos los idiomas del mundo, que destila unas ideas muy vagas de exotismo y riesgo, y que se convierte en algo distinto cuando se vive en primera persona.
He tenido la inmensa suerte de pasar cuatro noches en el Parque Kruger de Sudáfrica y es un viaje que no olvidaré nunca.
Este es un lugar que no se parece a nada de lo que yo haya conocido antes. «The Bush» (literalmente, el matorral), como se le conoce (también lowveld o bushveld) es un lugar lleno de historias, leyendas y misterios, donde los viajeros se reúnen en torno a un fuego en la boma y escuchan las historias del japonés que se bajó del Land Rover y se lo comieron los leones, o del trabajador del lodge que se emborrachó y le dio por reunirse con una manada de elefantes y murió aplastado por ellos.
Pero sin duda la experiencia más cautivadora, única y que logró atraer toda mi atención (algo que no me pasaba desde hace años) fue el safari en sí; también se le llama game drive, y por lo general se hacen dos, uno al amanecer y otro al atardecer. Duran unas tres horas y suelen realizarse en jeeps descubiertos, unas máquinas asombrosas capaces de recorrer todo tipo de caminos, atravesar ríos y derribar los arbustos más feroces. En estos vehículos viajan los turistas alucinados, y el ranger, el responsable de la seguridad de la expedición, conduce y tiene a mano el rifle por si, como dijo uno de nuestros rángers, llegáramos a una «situación no tan buena» y cuya pericia nos salvó de la persecución de unos elefantes bastante enfadados. En una silla adosada al capó del coche viaja el tracker o rastreador, un hombre que escanea con sus ojos el paisaje, examina las huellas y los excrementos en el camino, y siguiendo estas pistas localiza a un ‘Ngala (león) o una escurridiza pantera. La mayoría de los rastreadores y los rángers son hombres de la tribu Shangane, descendientes de los moradores primigenios del parque y famosos por su destreza ancestral para la caza. Aparte de contemplar a los animales es maravilloso disfrutar de la salida y la puesta del sol en el parque, sobre un río plagado de hipopótamos y cocódrilos, o con los montes Drakensberg al fondo.
La logística en los alojamientos también es curiosa. Por ley, en África cualquier terreno que aloje a los Big Five (León, Búfalo, Hipopótamo, Elefante y Pantera; se les llama así porque los cinco son muy peligrosos) ha de estar vallado. Una vez dentro, los alojamientos tienen una valla electrificada para impedir el paso de elefantes pero que permite el acceso al resto de animales, por lo que uno ha de mirar atentamente al salir del bungalow, al volver; y de noche es aún más peligroso, y al turista le van a buscar a la puerta para llevarle al campamento a cenar. No es raro ver facóceros (como el mítico Pumba del Rey León), impalas o pájaros alrededor, o escuchar el rugido de los leones por la noche.
Por otro lado, la naturaleza es tan generosa y abundante en el lugar que no es necesario ir con expertos para ver casi de todo. El Parque Kruger es como Parque Jurásico. Nada más entrar con el vehículo de alquiler, y después de leer las reglas (prohibido bajarse del vehículo; prohibido dar de comer a los animales; prohibido sacar las extremidades por la ventana), empiezan a aparecer todo tipo de criaturas, algunas a distancia, otras cruzando la carretera, otras dedicándote una mirada de indiferencia desde el arcén. En dos horas de ir en coche por el parque vimos los Big Five, amén de jirafas y cebras. (Un buen consejo es ir en la estación seca -el verano en España- puesto que es más fácil ver gracias a la escasa densidad de la vegetación, y además en esta época apenas hay mosquitos ni serpientes.)
Viví esos cuatro días sin pensar nada más que en la experiencia en si misma, sin internet y sin más pensamiento que el de disfrutar mi estancia en este lugar privilegiado del planeta. Fue como hacer tábula rasa de todo, dejé de ser una guionista madrileña, de pensar en la difícil situación de la economía y del sector, en la gente que conozco y de anticipar sucesos del futuro. Por primera vez en mucho tiempo, simplemente me dediqué a ser una persona en contacto con la naturaleza, sensible y alerta ante los animales, el clima, el camino y con el imperativo de atesorar en la memoria imágenes como ésta.
Y cuando nos marchamos cruzando el Crocodile Bridge, sentí muchísima pena y ganas de volver algún día. Por suerte he hecho trillones de fotos que miraré cuando se me olvide que en este mundo todavía existe la belleza y el misterio.
Si te interesa, te recomiendo «A game ranger remembers».