David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


A cala y a prueba

En el verano de 1967, con apenas unos meses de vida, tropecé con un objeto compacto y amarillo que parecía caído del cielo.

Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales. Porque, a diferencia de las naranjas, las manzanas o las fresas, los melones son muy suyos. Nunca se sabe lo que están pensando, siempre ocultan cosas. Aquel temprano contacto iba a marcar una constante en mi vida. Por debajo, o por encima, de mis otras ocupaciones (estudiante, cobrador de recibos, plantador de tronquitos del Brasil, vendedor de enciclopedias a domicilio, ginecólogo aficionado, librero, etc.) siempre me acompañaría el aura del descubridor de melones.

Y melones me los iría tropezando de todas las clases, de todas las formas y tamaños. Melones sexuales y melones literarios. Melones musicales y melones humanos. Melones que escondían inesperados oasis de frescor y azúcar en su interior, y prometedores melones como calvas de catedrático que a la postre resultaban pepinos. Novias que supieron dulce hasta el último beso y amigos del alma que, al cabo de los años, ocultaban en sus entrañas un auténtico hijo de puta. La vida es a cala y a prueba, pero nunca se sabe qué nos deparará el siguiente mordisco. Hay películas que empiezan muy bien pero se desinflan a los diez minutos. Hay puros que vienen precedidos por el aura de su vitola y se resuelven en un petardo, en un gatillazo de humo. Y también hay libros cuyos comienzos son romos y desesperantes pero uno continúa su lectura animado por la ingenua e inquebrantable fe de que las cosas mejorarán. Las primeras páginas de Faulkner muchas veces no ofrecen más que una caminata áspera por un roquedal pelado, pero hay que seguir adelante, hundir el cuchillo.
El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservado el día?