David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


El blanco silencio de Finlandia

En toda la historia de la música no hay silencio más severo y misterioso que el de Jean Sibelius. Hasta Rossini emergió dos veces de su largo retiro para dar al mundo dos obras sacras: el Stabat Mater y la Petite Messe solennelle. Pero los últimos treinta años de la vida de Sibelius son un completo enigma. Aparte de alguna canción y algunas piezas menores para piano, ni una sola página orquestal se incorporó al catálogo del gran compositor finlandés desde que estrenara, en 1926, su última obra maestra, el poema sinfónico Tapiola. En los países nórdicos y anglosajones, especialmente en Inglaterra donde era toda una institución, la música de Sibelius no dejaba de tocarse. En 1955, con ocasión de su nonagésimo cumpleaños, llegaron hasta Ainola, (su residencia de Järvenpää, que llevaba el nombre de su esposa) los ecos del concierto que, dedicado en su honor, sir Thomas Beecham dirigía desde Londres. Desde unos días atrás, Sibelius había recibido incontables telegramas de felicitación, ramos de flores y regalos, entre otros, una grabación de una de sus sinfonías por Toscanini y una caja de sus cigarros habanos favoritos, cortesía personal de Winston Churchill.

Cuando murió, dos años después, en Finlandia se decretó luto nacional, las banderas ondearon a media asta y a su funeral en Helsinki acudió una verdadera multitud, incluido el presidente de la República y numerosos representantes del gobierno. Llovieron pésames y mensajes de condolencia desde todos los lugares del mundo. Sin embargo, para la historia de la música, el corazón de Sibelius se había detenido mucho tiempo atrás. Durante medio siglo había permanecido inamovible, indiferente a las variaciones del gusto y de las modas: todos los movimientos musicales del siglo XX, todas las vanguardias -impresionismo, dodecafonismo, serialismo- habían golpeado en vano a su alrededor. Resulta tentador atribuir el obstinado silencio de Sibelius a su aislamiento: se sentía tan lejos de las corrientes musicales de su tiempo como Finlandia del centro de Europa. Su música permanecía anclada en los primeros compases del siglo, la época gloriosa de la gran orquesta wagneriana, de Mahler y de Strauss. Sin embargo, en 1913, años antes de que Sibelius diera a conocer al mundo la que tal vez sea su obra cumbre, la Quinta Sinfonía, Stravinsky estrenaba La consagración de la primavera y Schönberg sentaba las bases de la atonalidad con su Pierrot Lunaire. El mundo de Sibelius (con su fragorosa evocación de la naturaleza salvaje y sus insólitos desarrollos sinfónicos a partir de melodías muy simples que parecen crecer orgánicamente) no tenía nada que ver con aquellas batallas artísticas que se estaban librando en Viena y en París.

De hecho, en la década final de los veinte, durante los espléndidos años finales de su producción, Sibelius sobrevivía como un anacronismo inmenso y extraño, un fósil viviente del romanticismo tardío al que sólo le importaba seguir su propio camino. Karajan lo expresó mejor que nadie: ‘Es un compositor al que realmente no se puede comparar con ningún otro. Es, a su manera, como las Masas Erráticas. Están ahí, son colosales, son de otra época y nadie sabe cómo han llegado hasta allí. De modo que es mejor no preguntarse por qué’.

Desde que el gobierno finlandés (consciente de la importancia de financiar a un artista al que auguraban rango de gloria nacional) le concediera una beca anual de tres mil marcos, Sibelius había dejado las clases en el conservatorio de Helsinki y se había dedicado exclusivamente a la composición. Alejado de los círculos artísticos europeos, buscó sus fuentes de inspiración en el Kalevala, la epopeya nacional finlandesa, y en los fríos paisajes del norte. Una vez, paseando con un amigo, empezó a identificar uno por uno los cantos de los distintos pájaros del bosque. De repente graznó un cuervo y el amigo preguntó a qué instrumento correspondía. ‘A un crítico’ dijo Sibelius.

En realidad, aunque le afectaran, nunca había hecho mucho caso de las críticas. Frente a los demás sinfonistas, que parecen explorar siempre el mismo material desde diversos ángulos, cada una de sus siete sinfonías es radicalmente diferente a la anterior, como si hubieran sido compuestas por hombres diferentes. Cuando en 1907 conoció al más ilustre sinfonista de su tiempo, Gustav Mahler, ambos departieron amablemente sobre la forma sinfónica a la salida de un concierto en Helsinki. Para Mahler, la sinfonía ‘debe ser como el mundo, debe abarcarlo todo’. Para Sibelius lo esencial era ‘la severidad de formas y la lógica profunda que crea un vínculo interno entre todos los motivos’. Cada una de sus sinfonías resulta un orbe perfecto y cerrado en sí mismo. Pasó de la austeridad gélida de la Cuarta a la exuberancia vitalista de la Quinta y de ahí a la sutil elegancia de la Sexta. No le importó lo más mínimo que la Quinta hubiese sido un éxito sin precedentes: no quería repetirse y no lo hizo. Su propia trayectoria vital parece una ilustración física de esa lenta y paulatina metamorfosis: así, el joven alto y rubio de los primeros años acabó por convertirse en un anciano vigoroso y completamente calvo, de poderosa y esculpida cabeza.

En realidad, si alguna vez Sibelius tuvo motivos para abandonar la música fue hacia 1908, cuando viajó a Alemania para extirparse un tumor maligno que le habían detectado en la garganta. Tenía 43 años y la operación resultó un completo éxito, pero la idea de la muerte inminente no dejaba de rondarle por la cabeza. Renunció al vicio del tabaco y a las fiestas y reuniones mundanas que tanto le gustaban. Paradójicamente, el miedo a morir espoleó su actividad creadora, que floreció en una serie de composiciones sombrías que se cuentan entre lo mejor de su producción: el Cuarteto de Cuerda op. 56 ‘Voces Intimae’ y la extraordinaria Cuarta Sinfonía, cuyo desolador tercer movimiento, Il tempo largo, fue escogido por Sibelius para que sonara en su funeral.

En cambio, cuando abandonó la composición, recién cumplidos los sesenta, su salud no podía ser más perfecta. Aun le quedaban casi tres décadas de vida y nunca había hecho otra cosa más que crear música. ¿Cómo atribuir el silencio de un maestro de su talla -el mayor sinfonista viviente- al desfase con su propia época? Sibelius siempre había estado fuera de su época. Cuando sus admiradores le escribían, cuando le reclamaban otra obra, Sibelius iniciaba explicaciones confusas. No quería entregar nada que no estuviera a la altura de su leyenda.

Al parecer, la cúspide que había alcanzado en sus dos últimas partituras orquestales, Tapiola y la Séptima Sinfonía, le condujo a un callejón sin salida. Un compositor cuya música parecía crecer como un organismo vegetal y cuyo ideal de perfección era la cohesión temática interna, forzosamente tenía que acabar escribiendo una sinfonía en un solo movimiento. La Séptima era ese ideal y con ella estaba todo dicho. No obstante, Sibelius trabajó durante años en la partitura de la Octava. En 1932 llegó a anunciarse su estreno en Inglaterra, pero Sibelius jamás entregó la partitura al público, aunque su cuñado, Armas Järnefelt, y el director de orquesta inglés Basil Cameron afirmaron años después que la habían visto.

Nunca sabremos si la Octava existió realmente o si el propio Sibelius, en su paranoico afán perfeccionista, la destruyó. Ya había prohibido la interpretación de algunas obras juveniles que después, como Kullervo o La ninfa del bosque, resultaron auténticas maravillas
. De manera que no nos queda otro remedio que imaginar cómo sonaría esa sinfonía que es el fantasma más glorioso de la historia de la música. Quizá fuese sólo silencio. O más hermosa aun.

(Publicado originalmente en el suplemento UVE de El Mundo en el verano de 2006)

El último relato del libro La mesa limón de Julian Barnes explora los años finales de Sibelius.