David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


Imitaciones auténticas

Una vez, en Melilla, en un viaje que hice junto a mi amigo Rafael Martínez Simancas, me vendieron un reloj de imitación en todo idéntico a uno de marca salvo en el precio, la garantía y el almanaque. No sólo resultó una ganga que se estropeó de inmediato sino que poco antes de llegar al aeropuerto descubrí que traía días de más, que en vez de pasar del 31 al 1 como los demás relojes, éste tenía el 32, el 33, en fin, la decena completa. Mientras malgastaba alegremente aquellos días de relleno recordé lo que me dijo un vendedor turco en el Gran Bazar de Estambul: que sus relojes salían algo más caros que los de la competencia porque los suyos eran ??imitaciones auténticas?. ??Imitaciones turcas? decía, dándose un golpe en el pecho, ??no esas vulgares copias chinas?.

 

A primeros de mayo desembarca en Palma una nutrida representación de los guerreros de terracota, bueno, no exactamente los guerreros de Xian sino unas réplicas elaboradas de modo artesanal siguiendo técnicas inmemoriales. El espectador está avisado de que, por muy auténticas que parezcan, las esculturas no forman parte de aquel ejército tenebroso que permaneció siglos sepultado bajo las arenas de un desierto chino. Son más bien como esa reproducción de los bisontes de Altamira que enseñan a los turistas para no gastar el original, una versión de lujo de la fotocopia del Cristo de Dalí que suele albergar todo dormitorio de clase media.

Una vez hice el esfuerzo de ir a Florencia y ver con mis propios ojos a mi tocayo más célebre, el David de Miguel Angel. Digamos que no fui a Florencia sólo por eso, pero tenía ganas de comprobar si, delante de uno de los objetos más bellos creados por mano humana, experimentaba ese tirón del espinazo que normalmente me proporcionan un gran poema, un diálogo escalofriante en una novela o una melodía que no es de este mundo. Debo decir que obtuve lo que andaba buscando aunque no sabría decir cuánta conmoción se debía a lo que podríamos llamar los preparativos y las guarniciones de la percepción: el ansia, la expectativa, el torrente de turistas que peregrinaba hacia la sala, la lentitud de la procesión en la que me aproximé, paso a paso, hasta ese momento en que el perfil incomparable, marmóreo y eternamente blanco se alza como un dios sobre las perecederas cabezas que lo adoran.

No sé qué hubiera ocurrido si de pronto un ujier me hubiera explicado que, en realidad, la estatua verdadera, obra de Miguel Angel, se hallaba en una sala de seguridad, retirada por razones de conservación o limpieza, que el muchacho inmortal que yo miraba no era más que facsímil elaborado, eso sí, por procedimientos artesanales y con todo cuidado. Mi emoción, ¿se habría adulterado de golpe? ¿Se marchitaría como un romance traicionado? Depende de lo buena que fuese la falsificación, supongo. Sospecho, con Platón, que la vida también es una imitación auténtica. ¿De qué? Me temo que de nada.