David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


El discurso del rey (mago)

Me molesta de la Navidad lo mismo que me molesta de los Sanfermines: la obligación de disfrutar por cojones. En estas fechas circula una alegría oficial y empalagosa en la que gente de la que no sabes nada desde hace un año te bombardea con felicitaciones y deseos de buena voluntad. Todo vuelve a repetirse, como en el Día de la Marmota: las muñecas de Famosa, las huelgas de pilotos, los timos de Ryanair, la potra de Fabra, los décimos que siempre le tocan a otro, casi siempre en Castellón. Por las calles colea un júbilo postizo, una compensación cósmica que viene a equilibrar los llantos sobreactuados de los norcoreanos por la muerte de su querido líder, ese sátrapa rechoncho con más títulos que el Barsa y que cuando se ponía a jugar al golf hacía 11 hoyos de 11 golpes, y no seguía por no quitarle el pan a Tiger Woods.

Lo sé, es una barbaridad meter en el mismo párrafo al Niño Jesús y a Kim Jong-il, pero es que es lo más parecido que ha dado nuestra época a un dios vivo, profetizado desde el día de su nacimiento por una golondrina y una estrella, y avalado por el higiénico milagro de que sólo usaba el culo para sentarse. Cuando los estudiantes del Mayo del 68 francés reclamaban la imaginación al poder no sabían el peligro de que la imaginación sentada en el trono acabase resultando una  mezcla entre Kafka, Orwell y el Apocalipsis, todo bien rociado de azúcar glasé. Los sonrientes videos de Kim Jong-il confraternizando con sus afortunados esclavos pretenden ilustrar la idea de que Corea del Norte vivía en un anuncio de cava. Da la sensación de que nacer allí es algo así como comprarle la lotería a Fabra.

Para colmo este año las fiestas casi coinciden con el cambio de gobierno, ese abrazo diabético entre ministros entrantes y salientes, una estampa tan falsa y tan propicia al almíbar que todavía no se entiende cómo no la ha aprovechado una marca de turrón. No sigo porque ya estoy abundando en otro tópico entrañablemente navideño, el de Mr. Scrooge, el gruñón, el aguafiestas que acaba por rendirse a los encantos de la felicidad programada y familiar, cantando villancicos bajo el árbol.

Confieso, sin embargo, que espero con cierta curiosidad otra tradición navideña que me aburre sobremanera y que se repite más que el ajo: el discurso del Borbón, ese disco rayado que este año tendrá que batir las churras de los etarras arrepentidos con las merinas de los indignados pasando de puntillas por el yerno de la mano larga. Kim Jong-il habría salido vestido de rey mago.