David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


La versión de Barney

La gran novela americana es un buque fantasma que se asoma en el vasto océano de las letras estadounidenses casi desde sus orígenes. Melville logró su primera arboladura, tal vez la más emblemática y memorable, pero críticos y lectores tardaron medio siglo en darse cuenta que Moby Dick era mucho más que una crónica de balleneros. Desde entonces, unos cuantos artífices han armado los palos de diversas embarcaciones con que intentar la fabulosa travesía de ese libro imposible, un libro que abarque el mundo, que, como la Ilíada, la Biblia o el Quijote, sea más grande que el mundo. Para tal empresa se necesita una conjugación infrecuente de ambición desmesurada, talento supremo y confianza inexpugnable.

Faulkner escribió la gran novela americana en El ruido y la furia. Saul Bellow escribió la gran novela americana en El legado de Humboldt. Malcolm Lowry escribió la gran novela americana en Bajo el volcán. John Irving escribió la gran novela americana en El mundo según Garp. John Barth escribió la gran novela americana en Sabático. Cormac McCarthy escribió la gran novela americana en Meridiano de sangre. Hay algunos más pero no muchos.

En mi opinión, la última encarnación de ese glorioso navío fantasma es La versión de Barney, de Mordecai Richler, la única gran novela americana escrita en Canadá. Es un texto grandioso y emocionante, una epopeya judía, arrolladora y divertidísima, una novela no de madurez sino de vejez que almacena en su interior tensiones tremendas. En cierto modo, en la acumulación dickensiana del material y en el tono irresistiblemente tragicómico, el Barney de Richler recuerda al Garp de Irving. Al igual que Irving (y podríamos decir al igual que el mejor Grass o que el primer Rushdie), Richler emplea el molde arcaico pero siempre fresco de la picaresca para montar el armazón y la tonalidad de la historia: una voz que bucea en su pasado para tramar un manuscrito en primera persona con lagunas de memoria y datos poco fiables. Con irresistible sentido del humor, Barney Panofsky da su versión de los hechos en respuesta a un pomposo maestro de las letras canadienses, Terry McIver. En sus memorias, McIver acusa a Panofsky de diversos pecados de juventud y saca otra vez a la luz la mancha de una acusación de la que Panofsky salió impune décadas atras: la misteriosa desaparición de Boogie, un amigo común de ambos.

Barney vertebra sus recuerdos a través de la crónica descabalada de sus tres matrimonios fallidos: su primera mujer, Clara, una chalada a la que conoció en París y que se convirtió en poetisa de culto tras su muerte; una charlatana irredenta a la que invariablemente llama Segunda Señora Panofsky; y Miriam, el amor de su vida, a la que conoció la noche de bodas con su segunda esposa y a la que empezó a cortejar allí mismo. Desmesurado, cínico, hiperbólico, empapado de alcohol y devoto del hockey sobre hielo, Barney Panofsky se pinta a sí mismo como un patán conmovedor con un don único para ganar dinero, un productor de teleseries baratas lujurioso y embustero redomado para el que la mentira es una forma de vida. Como él mismo explica, las dos únicas veces en que todo se derrumbó alrededor fueron las dos veces en que decidió decir la verdad en vez de la mentira.

Con eso, queda claro que La versión de Barney, como todo buen manuscrito de un pícaro, es un documento sospechoso en grado sumo, desconfianza que aumenta con las puntillosas notas a pie de página, obra de uno de sus hijos, Michael Panofsky, que cuestionan la veracidad, la precisión y a veces la salud mental de Barney, y con sus constantes patinazos de memoria: esos ejercicios mnemotécnicos en que intenta recordar el nombre del cacharro que se usa para escurrir los espaguetis o cómo se llamaban los siete enanitos. La alternancia entre la verdad y la mentira, entre lo que se dice y lo que se calla, lo que se reivindica y lo que se justifica, convierten la lectura, atiborrada de anécdotas estrambóticas y hallazgos hilarantes, en un apasionante juego de tenis. Las idas y venidas en el tiempo parecen obedecer al capricho o a la desgana del autor, hasta que el lector entiende que se halla en manos de un relojero magistral. Barney intenta comprender, desde los agujeros de su memoria hecha polvo, el sentido de su vida fracasada, si es que su vida tuvo algún sentido, aparte del alcohol y el hockey. Por qué Miriam lo abandonó, cómo es que Boogie se esfumó sin más, dejándolo ante una acusación de asesinato. No es un hombre de letras pero siempre ha estado rodeado de escritores y poetas, pasó su sarampión literario en París, rodeado de genios en ciernes que nunca llegaron a nada, en la ciudad maravillosa de la juventud donde también él creyó que podía escribir su gran novela americana. Al igual que el inolvidable Charlie Citrine de Bellow, Barney mira a la alta cultura con la desconfianza del americano medio, el tipo que se ríe del ideal clásico y romántico de la literatura, de la idea de que los libros puedan salvar o redimir nada. Un productor de teleseries baratas que lleva la Vida de Samuel Johnson a todas partes sólo para que encuentren el tocho en su mesilla de noche el día de su muerte. Como se ve, el chiste es demasiado sofisticado como para no ocultar una verdad que a lo mejor sirve de disfraz a otra mentira. Demasiado judío. Seguro que La versión de Barney oculta montones de referencias al Talmud, a la Biblia y a otras leyendas hebreas, pero eso queda fuera por completo de mi alcance. No es casualidad que desde Toronto, al otro lado del lago Michigan, un viejo judío le lance un guiño canadiense a otro viejo judío de Chicago (el Saul Bellow de El legado de Humboldt) con el que también uno llora a carcajadas.