David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


Un traje para Camps

Con Camps las metáforas se agotan. El flamante ex presidente de la Comunidad Valenciana ha resultado un estupendo maniquí de sastrería, hasta el punto de que prácticamente cada columnista patrio le ha hecho un traje a medida y casi todos gratis. Entre los modelos que mejor le sentaban, Lucía Méndez lo emparentó hace poco con las pinturas de El Greco, uno de esos caballeros translúcidos y espirituales que ya no son de este mundo, mientras que Raúl del Pozo prefirió retratarlo como un ninot indultado. En efecto, hay algo cerúleo y artificioso en esas facciones demacradas, algo que invita a las llamas, como en esos oscuros lienzos toledanos donde detrás de cada ascética reunión de accionistas no se sabe si arden las Fallas o las hogueras de la Inquisición. Es una suerte que ya no se lleve el periodismo a la antigua porque al ir a escribir sobre Camps he tenido la tentación de prender fuego al papel. La verdad, he abierto el ordenador como quien enciende el mechero.

Aunque sospechaba desde mucho tiempo atrás que su único destino posible era la cremación, Camps ha prolongado su agonía con la esperanza de que, en el momento del auto de fe, el humo le purificase camino de los cielos. Sin embargo, a fuerza de durar, su cadáver ya se había convertido en uno de esos muñecos incorruptibles que, más que arder con la estela azulada del mártir, se van derritiendo y pringándolo todo con los lóbregos churretones del plástico.

Desde hacía años Camps vivía en la ultratumba, más allá de la realidad, instalado en un limbo de corte y confección donde la elegancia se confundía con la jactancia, el honor con la mentira y la justicia con el precio. Despistado por los cambios de escaparate propiciados desde Madrid, el pobre hombre ya no sabía si estaba en la sección de caballeros, en la juguetería o en los saldos de temporada. Ya no sabía si era zombi o vampiro, obispo o monaguillo. Ya no había sitio para él ni en Valencia ni en los grandes almacenes del PP, donde cabe de todo y donde su gran amigo Rajoy, el que dijo que siempre estaría a su  lado, o delante, o detrás, ha preferido colocarse encima, justo sobre sus cenizas, en un auténtico derroche de preposiciones.

Igual que ciertos decapitados que se empeñan en cortarse ellos mismos el pelo, Camps aún alardea de inocencia, como si Gürtel fuese una funeraria obligada a cerrar por defunción y la corrupción sólo una etapa intermedia de la santidad, antes de que la podredumbre clame al cielo.