David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


Supersticiones de la escritura

Hace poco leí a un famoso escritor (quizá no tan famoso) que se preguntaba cuánto tiempo hacía que no escribíamos una carta a mano. La ironía sonaba más bien a lamentación, a elegía por un tiempo perdido: justamente aquel en que el trazo de la tinta sobre el papel podía delatar el carácter del plumífero del mismo modo que las huellas de una gaviota sobre la playa.

Hay algo impersonal en ese chorro de letras con el que ordeñador va manchando la página. A mí, a la hora de escribir una novela o un relato, me gusta precisamente eso: la sensación de que el texto se va hilando solo, organizándose por sí mismo, fluyendo desde algún sitio en mi interior, segregado desde cierto misterioso órgano interno como la tela de una araña. Por supuesto, debajo está la araña, es decir, el amanuense, y creo que da un poco lo mismo si utiliza un Pentium, una Olivetti o una pluma de ganso. Lamentarse porque las cartas ya no se escriban a mano tiene más de anacronismo que de nostalgia, algo así como echar de menos los trenes de vapor o las tablas de lavar y sus tercas ondulaciones. Mejor una lavadora.

Escribí mi primera novela -todavía inédita- en una vieja máquina de escribir de hierro, una Underwood del treinta y tantos con un sólido e imperfecto teclado que bien pudieron haber aporreado Chandler, Faulkner o incluso la secretaria de Eisenhower. La ñ era un añadido del mecánico, un trucaje del motor. Recuerdo la resistencia de las teclas a la presión, el atasco de las varillas al accionar varias teclas a la vez y, sobre todo, el disciplinado y metálico aguacero sobre el papel con la misma estéril melancolía que el crujido de la estática en los discos de baquelita. La máquina está ahí, en una repisa de mi salón, con el vistoso y anticuado encanto de un piano de escritor. De hecho, algunas veces me tienta el regreso al piano, a ver si logro arrancar esa novela que tengo atrancada desde hace meses.

Un profesor de la facultad, Antonio García Berrio, aseguraba que él escribía a mano porque le daba la sensación de estar sosteniendo un pene erecto antes de penetrar el papel. A mí la frase me sonó a impresionante tontería freudiana, sobre todo teniendo en cuenta que mi experiencia es justamente la contraria: el escritor nunca debe ser un explorador con el machete a punto sino más bien una selva en el momento de ser fecundada. No un macho furibundo sino una hembra que aguarda el momento milagroso de la concepción. No un tiránico maestro de ceremonias armado con un látigo sino un médium, una comadrona.