David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


El cinturón

Lo bueno de Karl Marx es que suele tener razón en casi todo, pero lo malo es que los marxistas no se lo han leído ni por el forro. Empezando por Lenin. Por ejemplo, Marx dijo que para llegar al socialismo primero había que pasar por el capitalismo, una afirmación tan simple que para corroborarla no hay más que echar un vistazo a cómo están esos pobres países donde triunfó el comunismo. También dijo que la economía son los cimientos que sujetan todo lo demás, y que un cambio en la estructura económica provoca un terremoto que afecta a toda la estructura del edificio.

Este verano he comprobado la tesis de Marx en mis propias carnes, y no hablo en sentido figurado, sino que un día empiezo a notar una especie de hormigueo intermitente en la piel de la cintura y, como soy un hipocondríaco de libro, intento serenarme diciendo que se trata de un asunto de nervios. Lo más probable (me digo) es que se trate del síndrome del michelín fantasma, es decir, que como antes estaba bastante más gordo, el michelín izquierdo se ha erosionado bastante y envía señales desde el más allá a las terminaciones nerviosas, como dicen que hacen los miembros amputados a sus antiguos dueños.

El caso es que como la cosa se alarga ya para tres semanas y es un poco molesto tener un vibrador en plena lorza, decido acudir al médico, lo cual es el último recurso para un aprensivo. De entrada, confundí al médico de la Seguridad Social con un empleado de la limpieza a causa quizá de su juventud, del pendiente en la oreja y del uniforme sin mangas de color verde en lugar de la bata blanca de toda la vida que tanto nos tranquiliza y acojona a los hipocondríacos. Sin detenerse a palpar la zona afectada, sin pedir unos simples análisis, sin pensárselo mucho, me dice que no tiene la menor importancia y que la culpa la tiene la economía.

O sea, que Solbes dijo que había que apretarse el cinturón y yo le he hecho demasiado caso. Ya se sabe que tener a Solbes de ministro de economía es como tener al abuelo Cebolleta en la antesala del médico o en la cola de la carnicería: hay que comprar conejo, que es más barato y sale muy sabroso; no hay que dejar tanta propina en el bar; hay que apretarse el cinturón, etc. Una auténtica colección de topicazos murmurados con ese tono somnífero de sacristán en misa, de anestesia en el dentista, ideado para conjurar los malos rollos y tranquilizar a las masas antes del desastre. El ronroneo nasal y sedante de Solbes es lo que debería haber brotado de los altavoces del Titanic en lugar de una orquesta de cuerdas. Todo avión debería tener una grabación con los mejores discursos de Solbes por si hay que hacer un aterrizaje de emergencia.

Lo que pasa es que los hipocondríacos siempre nos tememos lo peor. Después vas al médico y te receta unos tirantes.

(Publicado originalmente en El Mundo el miércoles 30 de julio de 2008)