David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


La muerte os sienta tan bien

Occidente siempre ha basculado entre el tabú de la muerte y la fascinación morbosa por convertirla en espectáculo. La muerte nos repele y a la vez nos atrae: eso lo sabía bien Freud que habló del tanathos como de ese instinto de la muerte que llevamos en algún lugar del disco duro para compensar el eros, el impulso de procrear. En castizo, aquí te pillo, aquí te mato.

No queremos saber nada de los moribundos, ni del último tránsito, ni visitamos a menudo los cementerios, pero nuestros cines están repletos de películas con docenas de asesinatos por minuto. Igual que cuando hay un accidente con los cuerpos destrozados y la poli dice ‘no miren’, hacemos lo posible para taparnos los ojos ante la visión del cadáver y al tiempo entreabrimos los dedos para echar un vistazo. Prohibimos a nuestros hijos que vean una limpia y decente peli porno cuando están más que acostumbrados a ver en la tele toda clase de decapitaciones, degollinas y escopetazos. Pero el sexo nos asusta mucho más que la tumba. Les negamos el eros con una mano mientras con la otra les damos una buena ración de tanathos.

El otro día medio mundo se echó las manos a la cabeza ante la imagen de esos bañistas que tomaban el sol tranquilamente en una playa italiana mientras ahí al lado, debajo de unas mantas, se enfriaban los cuerpos de dos niñas gitanas. El adjetivo echa más leña al fuego (sobre todo después de los exabruptos racistas de Berlusconi) pero hubiese dado lo mismo que hubiesen sido dos jóvenes alemanes o dos señoras inglesas. La insolencia veraniega de esos bañistas que continuaban chupando impertérritos su ración de bronceado parecía sacada de un fresco medieval, un cuadro de Brueghel o de El Bosco. Ni la menor lástima por ese par de congéneres que acababan de cruzar la frontera. Ni siquiera el ademán de santiguarse, ese gesto tan feo y obsoleto.

En Milán han inaugurado un parque de atracciones donde, por sólo un euro, uno puede asistir a la ejecución en la silla eléctrica de un muñeco de extraordinario realismo, un monigote perfecto que se convulsiona y agoniza mientras la gente se descojona viva. El negociante la importó de Estados Unidos, donde estas cosas tienen mucho predicamento. Aquí en Europa la última vez que la Muerte se echó a cabalgar con dignidad fue en una novela en Venecia y en una película de Bergman donde jugaba al ajedrez con un caballero. Ahora la Muerte hace reír a los niños en las ferias y toma el sol en las playas.

Nos estamos ganando a pulso una Edad Media.

(Publicado originalmente en El Mundo el jueves 24 de julio de 2008)