David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


Ha muerto un héroe

El martes por la noche recibí una llamada inesperada por el móvil: parpadeaba el teléfono del doctor Juan Bartolomé. Yo sabía, por mi muy buen amigo Pablo Yuste, que el doctor estaba muy enfermo, que llevaba meses luchando con el cáncer. No pude ir visitarlo porque Pablo me advirtió que  Juan no quería ver a nadie, no quería que ningún amigo lo viera como él había visto a tanta gente a la que él no pudo ayudar: al otro lado de la vida.  Me llamaba su novia María Poveda para decirme que estaba muy mal, a las puertas de la muerte, que llevaba cuatro días sin suero ni agua y que aguantaba a puro huevo, como dice Pablo, sólo porque era Juan.

Hablé con María, le dije que iría a despedirme de él al día siguiente, temprano. No hubo oportunidad: Juan murió el miércoles a la una y veinte de la madrugada. Yo sabía que me leía y se reía con mis cosas, que a veces recortaba mis artículos de El Mundo: a saber por qué perdía el tiempo con ellos cuando era alguien ocupado en salvar vidas y con cuyo tiempo, supongo, tenía tantas y mejores cosas que hacer.

Con la noticia de su muerte, además de la tristeza, sentí que le (que me) debía muchas cosas: una cena siempre pospuesta con unos amigos, unas horas de conversación, libros, palabras, aventuras, cervezas, todo lo que ya nunca podrá ser. Sentí que no había aprendido casi nada de él y lamenté también que le debía al menos una columna en El Mundo explicando su trabajo, su bondad, su generosidad, todo el bien que fue repartiendo por el mundo con esa carcajada suya bronca y feroz. Cuánto me hubiera gustado escribirlo antes, en presente del indicativo, joder. Que él pudiera leerlo y reírse y decirme: «Qué cosas tienes, David».

Sólo después de escribirlo supe que el segundo nombre de Juan era Ángel. No podía ser de otra manera.

Dice Homero que los dioses tejen desgracias para que las generaciones futuras tengan algo que cantar. Ya apenas quedan héroes de bronce como Aquiles ni mujeres con el temple de Andrómaca, mirando a Héctor a los ojos al borde de la despedida final. Lo más parecido a un héroe homérico que he conocido es el doctor Juan Bartolomé, jefe del Servicio de Emergencias de la AECI durante muchos años, un hombre que dedicó su vida entera a la labor humanitaria, un ángel barbudo que ayudó a salvar miles de vidas y que sobrevoló las peores catástrofes del planeta, desde el genocidio de Ruanda hasta el maremoto de Indonesia, desde el terremoto de Cachemira hasta el de Irán. No sé si habrá poetas en el futuro para cantar el alma grande de Juan pero sé que varias generaciones en África, Asia y Sudamérica, miles de niños, ancianos y hombres seguirán vivos gracias a él.

         Conocí al doctor Juan Bartolomé gracias a mi amigo Pablo Yuste, que es también su discípulo y quizá su mejor heredero. Pablo me había hablado muchas veces de aquel hombre admirable que no tenía tiempo ni para cambiarse de ropa mientras organizaba los envíos de ayuda, negociaba con las autoridades, amedrentaba a los caciques locales y levantaba campos de refugiados. Cuando lo conocí, en un bar del madrileño barrio de Argüelles, me encontré con una criatura de otra época, un rostro arcaico y noble cubierto por una recia barba que bien podía haber pertenecido a uno de los arcabuceros de Pizarro, unas cejas hirsutas que parecían trasplantadas desde la calavera de un soldado de los Tercios de Flandes, pero que decidió cambiar la espada por la jeringuilla y el arcabuz por el teléfono.

         El miércoles me llamó María, su novia de media vida, para decirme que se había muerto de madrugada, después de una interminable agonía contra la que luchó sin tregua, igual que combatía el hambre, la miseria, las epidemias y la estupidez humana, que es, tal vez la peor epidemia de todas, la que nos impide reconocer que son los seres como Juan los que merecen homenajes y reportajes en televisión y no engendros patéticos como Belén Esteban o desechos humanos como Rodríguez Menéndez.

         Lamentarse ahora por su muerte es más bien poca cosa: me lo imagino riéndose a carcajadas ante su propia tumba. Dice la Shoah que quien salva una vida, salva el mundo entero. El doctor sigue vivo en la risa y las lágrimas de quienes lo conocimos y en el latido de tantos corazones que siguen latiendo sólo por él. A Juan hay que recordarlo como hacían los sioux con sus grandes jefes guerreros, con una fiesta por la alegría inmensa de haberlo conocido y de saber que nos deja un legado tan fuerte e imperecedero como su memoria.