David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


George S. Patton: nacido para la guerra

En agosto de 1943, durante su brillante ofensiva en Sicilia, el general George Patton abofeteó a un soldado afectado de neurosis de guerra. Ocurrió en un hospital de campaña durante una de las rutinarias visitas a las que era tan aficionado. Le gustaba bromear entre los heridos, levantar la moral de la tropa con su lenguaje soez y repartir corazones púrpura entre los casos más graves. Para Patton la neurosis de guerra no era más que un eufemismo de la cobardía. El incidente estuvo a punto de costarle la carrera. El caso llegó a oídos de Eisenhower, quien ordenó a su subordinado disculparse públicamente delante de los heridos, del personal médico y de una nutrida representación del 7º Ejército. Patton lo hizo a regañadientes, blasfemando y soltando tacos. Después de la toma de Messina, el alto mando aliado lo apartó durante un tiempo del escenario bélico. Patton gruñía, consciente de que su peor enemigo era su mal carácter.

En su forzosa inactividad, mientras americanos e ingleses se arrastraban penosamente por la bota de Italia, Patton repasaba una y otra vez una nutrida bibliografía bélica que iba de Julio César a Federico el Grande, de Napoleón a Rommel, su temible adversario del desierto africano. Tenía casi sesenta años y aquella era su última oportunidad de comandar ejércitos en una guerra. Durante toda su vida se había preparado para ese momento: la hora de conducir a miles de hombres a la victoria. Patton creía ciegamente en la reencarnación y afirmaba que en todas sus vidas anteriores siempre había sido soldado. Ya fuese un legionario romano, un mariscal napoleónico o el mismísimo Aníbal, los avatares de Patton atravesaban los siglos en esa larga y sanguinaria sucesión de conflictos en que consistía la historia humana. La guerra acompañaba al hombre desde las cavernas y allí siempre estaba Patton, esperando su oportunidad entre el humo y el caos, listo para entrar en acción y decidir la batalla. No podía perderse la mayor de todas sólo porque no supiera cerrar la bocaza.

Reencarnaciones aparte, lo cierto es que entre sus antepasados había docenas de militares y que uno de sus abuelos murió bajo la bandera confederada. George Patton nació en un rancho de San Gabriel, California, en 1885, en el seno de una familia adinerada. Su tía Nannie le aficionó a la lectura de los clásicos (la Ilíada, la Odisea, la Anábasis, la Biblia), libros repletos de batallas, de artimañas, de héroes y de gloria. Se crió entre caballos y aprendió a montar en la misma silla en la que hirieron a su abuelo. En 1909 se graduó en West Point con no pocas dificultades en gramática y buena puntuación en natación, equitación y esgrima. No tuvo ocasión de probar su coraje hasta 1916, cuando Pancho Villa cruzó la frontera y atacó Nuevo México. Un año después, Patton vio sus primeros tanques en el frente francés y no le parecieron gran cosa. Aun así, dirigió con éxito su primer contingente de blindados en Saint Mihiel. Luego, en el bosque de Argonne, sus hombres cayeron bajo fuego de ametralladora y Patton, en lugar de cubrirse, se puso en pie y los arengó al combate. Tuvo miedo y quizá fue allí mismo donde se le ocurrió su impresionante definición del valor: ??El valor es aguantar el miedo un minuto más?. La bala lo alcanzó en el muslo, muy cerca de la ingle, y le salió a cinco centímetros del recto.

Tras la convalecencia y la medalla, regresó a casa y fue ascendiendo en el escalafón, languideciendo largos años entre reuniones, cócteles y maniobras. La llamada del destino llegó en 1943: Patton desembarcó en Casablanca, marchó a Túnez y derrotó al Afrika Korps en El Guettar pero se enfureció al enterarse de que Rommel, su admirado enemigo, no tomó parte en la batalla. Durante la invasión de Sicilia le ordenaron cubrir el flanco izquierdo de Montgomery pero pronto improvisó una arriesgada marcha a través de la isla, liberó Palermo y entró en Messina antes que los británicos. Polémicas aparte, se ganó una merecida fama como el más dinámico, agresivo e imprevisible de los jefes aliados. Llamaba la atención, entre otras muchas cosas, por lo llamativo de su uniforme y por las cachas blancas de sus revólveres. Se decía que eran de nácar pero Patton corrigió: ??Son de marfil. Sólo un chulo de Nueva Orleans llevaría nácar?.  Aunque no era un hombre del pueblo como Bradley o Eisenhower, sino un aristócrata, sus tropas lo adoraban con un cariño inédito en el ejército estadounidense desde los tiempos del general Lee. En cambio los alemanes lo temían y la inteligencia aliada empezó a usarlo como señuelo: su sola presencia en Malta sembró el pánico ante un desembarco americano en Grecia y, en vísperas del día D, el alto mando alemán aún estaba convencido de que la invasión la dirigiría Patton en el paso de Calais.

Se perdió Normandía pero en julio de 1944 cogió las riendas del Tercer Ejército, forjado a su imagen y semejanza, y atravesó Francia en una ofensiva fulgurante. Sus superiores se desgañitaban para frenarlo mientras sus oficiales se salían literalmente de los mapas. Envolvió a los alemanes en la bolsa de Falaise, se adelantó con su jeep para orinar en el Sena y luego siguió hasta Metz. Allí el Tercer Ejército quedó clavado por falta de gasolina y Patton se lamentó amargamente porque nuevamente favorecían a Montgomery. Dijo que podía haber cruzado hasta Berlín ??tan rápido como la mierda a través de un ganso?.

Sin embargo, en diciembre un poderoso contraataque alemán en Las Ardenas rompió toda la línea aliada. Cuando la 101 aerotransportada quedó cercada en Bastogne, Patton, en un alarde napoleónico, aseguró que en dos días él podía girar el rumbo de su avance, liberar Bastogne y cortar en dos el ataque alemán. La marcha de 160 kilómetros a través de la nieve le ganó un lugar de honor en la historia bélica. En marzo, tras su tradicional meada al cruzar el Rin, fingió que se caía para coger con las manos un puñado de tierra alemana, el mismo gesto de Guillermo el Conquistador al desembarcar en Inglaterra en 1066.

Cuando llegó la paz se sentía como un trasto inútil: si por él fuese, hubiese llevado sus tanques hasta Moscú. Nombrado gobernador de Baviera, no dejó de meter la pata hasta que lo relevaron del mando de su amado Tercer Ejército. Vestido de gala, se echó a llorar en la sala de amputados del hospital Walter Reed: ??Maldita sea, si fuese mejor general, muchos de vosotros no estaríais aquí?. En diciembre de 1945 se rompió el cuello en un absurdo accidente de tráfico en Mannheim. Agonizó dos semanas antes de perder su primera y última batalla.