David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


Elemental, querido Watson

Dice Borges en un poema famoso dedicado a Holmes que ??no salió de una madre ni supo de mayores?, pero del audaz detective se conoce, al menos, un antecesor directo: el investigador Auguste Dupin, nacido al gran público en el relato Los crímenes de la rue Le Morgue de Edgar Allan Poe. En aquella fastuosa  y sanguinaria aventura, Dupin ponía su talento analítico al servicio de un crimen escalofriante, para concluir que no era fruto de la mano del hombre. El género policíaco había nacido para la gran literatura, pero sería Arthur Conan Doyle, nacido en Edimburgo en 1859, quien le daría carta de ciudadanía definitiva con la creación de un personaje inolvidable: el detective consultor Sherlock Holmes. 

Tan impresionante fue el éxito de la serie publicada en el Strand Magazine y tan creciente el número de lectores, que Holmes empezó poco a poco un idilio con el público que ya no le abandonaría nunca. A poco de alborear el siglo XX, la aparición de El sabueso de los Baskerville, la novela donde Conan Doyle rescataba a Holmes de un limbo de diez años, se convirtió de la noche a la mañana en un clásico de las letras inglesas. Ni Kipling, ni Conrad, ni Wells, lograron arrancar al detective del podio en la imaginación de los lectores ingleses. 

Las razones de ese éxito son fáciles de comprender a posteriori: se deben no sólo a la infatigables capacidad e inventiva de Conan Doyle para improvisar escenarios, incógnitas y desarrollos dramáticos, sino ante todo, en la eterna fascinación que destilan sus criaturas. Solitario y altivo, Holmes es el detective por excelencia, una mente analítica de primer orden que, cuando no tiene un caso que resolver, vaga por los abismos de la depresión, toca el violín a altas horas de la madrugada y se inyecta cocaína en vena para huir del hastío de la vida. Tan atractivo como él, el doctor Watson es no sólo el encargado de acompañarle, sino también de subrayar la perplejidad ante la inagotable sucesión de misterios a los que deben enfrentarse. Es el compañero inseparable de Holmes y el narrador de sus aventuras, el puente que Conan Doyle tiende entre el lector y una figura tan aparentemente fría y distante. La creación de Watson colocó a ambos en el panteón de las grandes parejas literarias, caballero y escudero, a la manera de Don Quijote y Sancho. 

La excelente edición que la editorial Cátedra ha publicado recientemente bajo el título Todo Sherlock Holmes, obra de Jesús Urceloy, es un festín para el lector que le permitirá adentrarse por muchos de esos fascinantes recovecos por donde se han perdido millones de lectores. Aparte de que se trata de la primera edición íntegra en castellano de las aventuras del detective (expurgada de todas las narraciones apócrifas) y de contar con un amplio estudio introductorio, varios apéndices y un censo de personajes secundarios, lo mejor de esta edición es la disposición del material narrativo en orden biográfico, como si el detective y el doctor fuesen entes vivos y no personajes literarios. Así, a medida que el libro avanza, Holmes y Watson envejecen y sus lectores sentimos cómo pasa sobre sus cabezas la pátina del tiempo. 

Al igual que Don Quijote y Sancho, Holmes y Watson funcionan como una pareja de opuestos en cierto modo complementarios. Watson es, además, el narrador de las aventuras de Holmes, una posición algo incómoda porque, frente a la enorme perspicacia del detective, el pobre doctor Watson parece poco más que un tonto. En realidad, frente al talento sobrenatural de Holmes, cualquiera parece un retrasado mental, cualquiera excepto, tal vez, Moriarty, su enemigo mortal, y Mycroft Holmes, su hermano menor, un hombre misterioso e intrigante, relacionado con los servicios secretos británicos. 

Del mismo modo que Cervantes revistió a su caballero de una serie de objetos ??armadura, bacía, lanza?? que lo alzan poderosamente del barro de la imaginación, Conan Doyle dotó a su detective de un atuendo y una forma de conducta muy peculiares. La pipa, la lupa, la gorra, el violín y la jeringuilla pasaron a formar parte de la iconografía detectivesca, al menos, en el acervo popular. Las sucesivas versiones cinematográficas de las aventuras de Sherlock Holmes atenuaron o matizaron algunos de estos fetiches. Por ejemplo, la pipa curva con la que suele asociarse a Holmes ??el modelo actualmente llamado ??Sherlock??? fue un capricho de William Gillette, uno de los primeros actores que interpretaron al detective en el teatro. Gillette, un hombre guapo y bastante engreído, pensó que el clásico modelo de pipa recta ocultaría sus facciones y que una cachimba curvada hacia abajo haría más visible su rostro desde las plateas. Otro tanto sucede con la celebérrima expresión ??Elemental, querido Watson?: es un invento del cine que no aparece ni una sola vez en la obra completa de Conan Doyle. En cuanto al uso y abuso de las drogas, es un asunto que la inmensa mayoría de las películas decidió pasar por alto, excepto en la asombrosa cinta de Billy Wilder, La vida privada de Sherlock Holmes, donde la jeringuilla aparece como el sustituto perfecto del violín, el remedio definitivo contra el tedio de la vida y el mal de amores.   

Por cierto que el detective y el doctor han hecho fortuna en el cine. Multitud de adaptaciones y versiones libres avalan la permanencia de la pareja como uno de los iconos clásicos del séptimo arte, hasta la reciente y divertidísima de Guy Ritchie, protagonizada por Robert Downey Jr. Pero de entre el regimiento de actores que han encarnado al inquilino de Baker Street ninguno brilló con ese aire de misterio y elegancia, de luces y nieblas, que tenía el gran Basil Rathbone. Nigel Bruce fue, quizá, el más dicharachero e inolvidable doctor Watson. Ambos tomaron parte en la que está considerada como la mejor adaptación cinematográfica de una obra de Conan Doyle: El sabueso de los Baskerville, dirigida por Darryl Zanuck en 1939. 

En mi panteón particular yo nunca olvidaré a Peter Cushing. Para mí, el perfil aguileño y reflexivo de Cushing (el cazador de vampiros, el doctor van Helsing en las producciones de la Hammer) estará siempre asociado a la pipa y la gorra de Sherlock Holmes. Tuve suerte de ver, de niño, los viernes por la noche, una serie británica para televisión, con Peter Cushing como Holmes y Nigel Stock como Watson. Nunca olvidaré la niebla aterradora sobre los páramos de Dartmoor ni la silueta del detective delante de una vidriera de colores, paralizado al escuchar el pavoroso aullido del perro fantasmal. Todo ello cristalizó en el escalofrío más perfecto de mi infancia.    

Holmes destierra la jeringuilla cuando el enigma de un caso pone su cerebro en marcha. Entonces se frota las manos y su despacho se llena de humo de tabaco, generalmente de pipa, aunque él y Watson también fuman cigarrillos y puros, e incluso a veces aspiran rapé. En cuanto a las mujeres, Holmes, escaldado para siempre después de un fugaz y doloroso romance con Irene Adler, tiene la prestancia de un sacerdote célibe y no es de extrañar que su más digno sucesor, el padre Brown, vistiera sotana. En cambio Watson resulta un decidido mujeriego con varios matrimonios e incontables romances en su haber. Incluso se ha llegado a especular con la posible homosexualidad de la pareja y en tiempos circuló un opúsculo titulado Watson era mujer, incongruente a todas luces con las propias confesiones del doctor.

Muy pronto, gracias a ese delicado juego de luces y sombras, Holmes y Watson pasaron a adquirir ese grado superior de realidad que lleva a algunos grandes personajes literarios a cobrar independencia de su propio ámbito textual y a convertirse en seres autónomos, más grandes que su propio creador. Del mismo modo que Cervantes contempló estupefacto cómo el Quijote salía otra vez a cabalgar sin su permiso, por obra y gracia de un tal Avellaneda, Conan Doyle asistió a la publicación de diversas aventuras apócrifas, en Inglaterra y Estados Unidos, que multiplicaban las hazañas de su detective. Paradójicamente, esta usurpación colocaba a Sherlock Holmes y al doctor Watson en el lugar que les correspondía, pues como criaturas vivas las sintieron los lectores de la época y como criaturas vivas las seguimos sintiendo sus admiradores literarios y cinematográficos. Porque, de alguna manera, Holmes es real, está vivo, de una manera mucho más honda y misteriosa que su propio creador. Tan cierto es esto que el éxito resonante de la serie fue provocando el desánimo y hasta la envidia de Conan Doyle, quien veía cómo su enorme producción literaria era arrinconada en favor de los relatos que tenían por protagonista al detective. Como venganza contra su criatura y para terminar con él de una vez por todas, en 1893 escribió El problema final, donde Holmes y su archienemigo Moriarty caen abrazados en una lucha a muerte en medio del fragor de las cataratas de Reichenbach.

Pero el escritor no se atrevió a sacar del río el cuerpo exánime del detective ni tampoco a que Watson, doctor en medicina al fin y al cabo, certificara su muerte. De manera que empezó a recibir miles de cartas de admiradores ??llenas de súplicas, insultos y amenazas?? exigiéndole la reanudación de las aventuras; cientos de lectores empezaron a manifestarse cada sábado delante de las oficinas del Strand y hasta la propia madre de Conan Doyle, ferviente admiradora de Holmes, llegó a retirarle la palabra. El escritor tuvo que claudicar y en 1902 resucitó a su personaje más querido (y detestado por él) en la fantasmal aventura de El sabueso de los Baskerville.  

Leído y admirado por los lectores de medio mundo, Conan Doyle vivió feliz, abrumado y perplejo por el éxito de lo que él consideraba un hallazgo literario menor, hasta sus últimos años, marcados primero por la muerte de su primogénito en la Primera Guerra Mundial y luego por la desaparición de otros seres queridos. Entonces aquel escritor de fama mundial, doctor en medicina y creador de la mente analítica y materialista por excelencia, se convirtió en un defensor a capa y espada de las creencias espiritistas. Trastornado por el dolor y alentado por la esperanza en el más allá, llegó a defender la existencia de las hadas y de los ángeles, y pasó sus últimos años viajando por todo el mundo, dando conferencias sobre la vida ultraterrena que movían tanto a la compasión como al ridículo. A causa de su fe en el mundo sobrenatural, mantuvo una tremenda disputa con Houdini, del que en otro tiempo fue amigo íntimo, y que le costó su amistad. Incluso vaticinó el fin del mundo, pero se equivocó de fecha: el fin del mundo no llegó hasta el 7 julio de 1930, cuando se presentó encarnado en una angina de pecho.

Aunque uno no crea en ángeles ni en fantasmas no es difícil imaginar, al lado de su lecho de muerte, la mueca escéptica de Sherlock Holmes, apartando un instante la pipa de su boca, y moviendo compasivamente la cabeza ante la visión de ese anciano moribundo que llevaba años intentando hablar con sus muertos.

Elemental, querido Watson.