David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


La puta envidia

Hace cosa de quince días, Eduardo Vilas, jefazo de Hotel Kafka, me llamó a toda hostia para avisarme de que se estaba cociendo un nuevo premio, el Otras Voces, Otros Ámbitos, a la mejor novela publicada el año anterior.

-Son un montón -le dije.

-Ya. Pero es para darle una nueva vida a cualquier novela o libro de relatos publicado en español que haya vendido menos de tres mil ejemplares.

Le pregunté, con cierto retintín, si estaba insinuando que Niños de tiza estaba en esas precarias condiciones. Por lo que yo sabía, mi novela ya había vendido docenas de miles de ejemplares y seguía ahí, desbancando best-sellers. Sólo la envidia de ciertos editores y la perfidia de quienes manejaban las listas…

-No lo dudo -cortó Eduardo-. Te llamaba para proponerte como jurado.

-¿Cuántos jurados más seremos?

-Noventa y nueve más. Entre escritores, críticos, editores y gente del gremio en general.

-¿Tantos somos? -pregunté alarmado.

Al parecer sí. El lunes se hizo público el fallo (curiosa palabra) del jurado, que recayó en Trabajos del reino, del mexicano Yuri Herrera. Mea culpa, no la he leído, pero así el premio me dará otra oportunidad. Mi elección había sido Eres bella y brutal,  una primera novela extraordinaria con la que Rebeca Tabales se hizo con el premio Ateneo Joven en 2008. Recuerdo que al leerla tuve una sensación parecida a la que me produjo El ingrediente secreto, de Vanessa Montfort, también primera novela y también Ateneo Joven. La sensación era de putada  absoluta no sólo porque ambas novelas eran estupendas, sino porque sus respectivas autoras las habían dado a luz como cinco o seis años antes de que yo entregara a la imprenta Nanga Parbat. Además, los debuts de ambas chicas consistían en sendos tochos de cerca de quinientos páginas mientras que mi novela era una mierdecilla anémica de apenas un centenar. No hay derecho. Y, para colmo, tanto Rebeca como Vanessa son dos chicas guapísimas. Un par de trenes con melena y piernas. Joder, aquello era una injusticia. De hecho, fui a hablar con Matellanes, editor de Algaida, para intentar arreglar el asunto.

-Necesitamos cumplir la ley de igualdad, Matellanes.

-¿Lo qué?

-Que no hay derecho a que estas tías tan buenas publiquen esas novelas tan cojonudas. A partir de ahora, la colección de Algaida no debería llevar foto.

-Venga ya.

-No, si lo digo por su bien. Tú imagínate al lector que ve ese par de libros. Títulos cojonudos. Y prosa de primera, eh. Y entonces va y echa una mirada a la foto y ¿qué se encuentra? Un pibón de tía. ¿Quién esperaría que una tía buena iba a publicar un gran libro?

-Por ejemplo, yo. Y da gracias a que las fotos de solapa no sean en bikini.

Felices fiestas.