David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


Los extremeños se tocan

De piedra me he quedado a ver algunas de las joyas intervenidas por la policía al clan de la Paca. Jefes indios, navajas de sierra, conejitos playboy… Entre todas, destaca un colgante de oro con forma de kalashnikov, una delirante pieza de orfebrería narcomex que parece trasplantada directamente desde el pecho alfombrado de un capo turco o del mismísimo Pablo Escobar.

 

 

 

Los extremeños se tocan. El mal gusto y el buen gusto, llevados al límite, tocan palmas en la cuerda floja. Al ver la ametralladora dorada he recordado de inmediato la calavera tachonada de diamantes de Damien Hirst, una obra maestra del kitsch que conmocionó el mercado del arte casi con la misma fuerza que la ternera dividida en formol o el tiburón preso en metacrilato. El niño malo del arte británico, todo un especialista en vender mierda a precio de oro, podría darse un paseo por la comisaría y aprovechar algunos de los diseños más estrambóticos para arrasar en la próxima bienal de Venecia.

 

Las razones por las que algunos de estos escalofriantes engendros metalúrgicos parecen esculturas ultramodernas son las mismas por las cuales la mayoría de las esculturas ultramodernas parecen chatarra recién sacada de un vertedero. Los pintores ya no van, como contaba Dalí, al cagadero real para inspirarse en la infinita gama de ocres fecales. Recogen directamente los excrementos en un capazo y los vierten a brochazos sobre el lienzo, el pedestal o lo que sea, aguardando que se transformen en billetes de curso legal. Es el sueño alquímico perseguido tantos siglos, la transmutación final, la conversión perfecta de la mierda en oro.  

 

En la operación más célebre y desmitificadora de la historia del arte, Duchamp llevó un urinario a un museo. Lo hizo, entre otras cosas, para relativizar y ridiculizar la idea sacrosanta del arte, pero los artistas contemporáneos, dándole la vuelta a Duchamp, han sacralizado el urinario. Han conseguido rizar el rizo poblando los museos de retretes que hay que admirar boquiabiertos.

 

No obstante, el kalashnikov colgado en el pecho posee una potencia imaginaria que va más allá de su mera función decorativa. El arma asesina suplanta al Cristo, a la Virgen y al santo. La herejía tiene la misma fuerza hipnótica de aquel crucifijo que enseñó Buñuel en Viridiana. Paco Rabal accionaba un botón oculto y del crucifijo saltaba una navaja automática. Los críticos siguen rellenando tesis doctorales sobre los significados ocultos de aquel icono, pero Buñuel los desmontó en sus memorias, al recordar que fue su hermano Juan Luis, muerto de risa, quien compró aquella salvajada en una tienda de souvenirs de la Plaza Mayor.

 

Hay veces, decía Freud, que un puro sólo es un puro. Y otras que un artista sólo es un buhonero.