David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


Anselm Kiefer

La exposición de Anselm Kiefer en el museo Es Baluard de Palma es una de esas escasas experiencias artísticas que por sí solas merecen un viaje, y más que un viaje, una peregrinación. Descubrí a Kiefer en un viejo número de El Paseante, una revista ya caducada donde uno podía encontrar cualquier cosa, desde los últimos descubrimientos en física hasta una foto de Onetti echado en la cama, con traje y zapatos, agarrado a una botella de whisky como un náufrago a un salvavidas.

  

Pasé la página y, entre imágenes de grandes lienzos devastados, nubes agónicas, estercoleros de colores, apareció una biblioteca colosal, alucinante: Zweistromland, es decir, Mesopotamia. Dividida en dos anaqueles inmensos, el ?ufrates y el Tigris, la obra consta de una serie de enormes libros forjados en plomo: se podían hojear las páginas de algunos y descubrir allí también los mismos campos arrasados, las espigas quemadas, los soles muertos. No parecía una obra humana ni hecha a medida del hombre. Incluso las especificaciones aseguraban que el peso de la biblioteca soñada por Kiefer había obligado a reforzar el suelo del museo que la albergaba, haciendo prácticamente imposible su traslado.

 

Ese mismo sentido monumental, cósmico, obliga al visitante a echarse hacia atrás en busca de aire. Ante la visión de una pintura de Kiefer parece como si el espacio se resumiera y uno se encontrara al borde de un abismo puesto en pie, en el vértice mismo de la destrucción. Me lo había advertido Agustín Fernández Mallo, que la exposición estaba muy bien, pero que la sala se quedaba pequeña ante la magnitud de los cuadros. Ahora bien, es difícil imaginar donde podría colgarse uno de estos lienzos vastos y torturados, esos campos donde las espigas negras semejan cruces de cementerio y los cielos albergan conjuros, fórmulas mágicas, serpientes de palabras.

 

 

 

Frente a la pintura de Kiefer, el espectador siente el mismo vacío, la misma desesperación, la misma impotencia sobrecogedora que ante ciertas sinfonías de Bruckner y Mahler, ciertos poemas sinfónicos de Strauss, ciertos pasajes del primer Schönberg: el escalofrío ante un panteón vivo de la gran cultura alemana que en el siglo XX se hizo pedazos. La visión alucinada de Kiefer participa de la misma mitología que recorre una ciudad devastada y hambrienta, una catedral gótica a punto de derrumbarse, un montón de escombros: la silenciosa gramática de la desolación.

 

Es un profeta, sí, pero un profeta del pasado, como si no pudiera arrancarse de ese instante apocalíptico en que el mundo acaba, para siempre, por siempre. De Anselm Kiefer podría decirse lo mismo que Mingote dijo de El Roto, cuando una señora miraba uno de sus dibujos atroces y decía a otra: ??Chica, prefiero el arte abstracto, que por lo menos no se entiende?.