David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


Una sesión de espiritismo

El miércoles voy a intentar una sesión de espiritismo. Voy a convocar, con la ayuda de unos textos, unas cuantas imágenes y unos cuantos recuerdos, a dos maestros de la ciencia-ficción recientemente fallecidos: Arthur C. Clarke y Stanislaw Lem. La sesión tendrá lugar en Ámbito Cultural, en la 7ª planta de El Corte Inglés (Serrano, 52), a las 7 de la tarde, hora y lugar poco propicios para la aparición de fantasmas.

Clarke y Lem defendían posiciones casi antagónicas en cuanto a la posibilidad del conocimiento humano y el contacto con una inteligencia extraterrestre. El británico era un místico; el polaco, un solipsista. Por razones de simpatía hacia el género (durante un tiempo hice crítica de ciencia-ficción para El Cultural) y de cercanía geográfica, me tocó escribir sobre la muerte de ambos. Este es el fragmento que le dediqué a Clarke, titulado «El profeta de las estrellas»: 

 

 

 

 

En el final más extraño y perturbador del cine fantástico, un feto luminoso encerrado en un óvulo transparente flota en el vacío sideral mientras contempla con ojos asombrados el telón de estrellas y mundos que forman su placenta. La escena la sostienen el talento visual de Stanley Kubrick, la fanfarria inicial de Así habló Zaratustra y la imaginación de un por aquel entonces poco conocido escritor inglés de ciencia ficción. Luego supimos que la música la firmaba Richard Strauss y que era la misma pieza, grandiosa y casi inconcebible, que dejó a un jovencísimo Béla Bartók en estado de shock. Luego supimos que el relato de donde había surgido la semilla inicial de 2001: una odisea del espacio se llamaba El centinela y estaba firmado por Arthur C. Clarke. Bajo los formidables acordes de metal, el superhombre de Nietzsche, encarnado en el estigma de una nueva humanidad, se mezclaba con el aliento mesiánico de un profeta de las estrellas. A pesar de todos sus errores y horrores, Clarke creía en el progreso científico, en la posibilidad del conocimiento humano como un viaje milenario de las tinieblas a la luz simbolizado en ese fémur de tapir lanzado hacia lo alto que pasa a transformarse, gracias al montaje más arriesgado de la historia del cine, en una flamante nave espacial.

Clarke es uno de los grandes de la ciencia ficción. Su nombre, junto con los de Asimov y Bradbury, formó la tríada sagrada del género en su vertiente anglosajona. En el otro lado del Telón de Acero, el polaco Stanislaw Lem representa justamente la vertiente opuesta: un universo esencialmente autista, un enigma cruel e irresoluble donde los hombres andan solos y la comunicación está destinada al fracaso.

Frente al desengaño esencial del autor de Solaris, la literatura de Clarke permanece firmemente anclada en un optimismo cósmico. En las sucesivas continuaciones de 2001 y de Cita con Rama, dos de sus obras fundamentales, su narrativa aparece lastrada por un misticismo patológico, una fe, más que científica, casi religiosa. Hay una foto famosa de Clarke ya anciano, en una playa de su amado Ceilán, montado en una silla de ruedas que parece diseñada por la NASA, mirando fervientemente el cielo tras unas gafas de sol, como aguardando la llegada de los extraterrestres.

En Perfiles del futuro (1973), Clarke enunció tres leyes que venían a decir, básicamente, que el conocimiento sólo puede lograrse a base de aventurarse en el terreno de lo que comúnmente consideramos imposible. La tercera de ellas afirma que, alcanzado cierto grado de sofisticación, la tecnología más avanzada es prácticamente indistinguible de la magia. Es lo que ocurre en la primera entrega de Cita con Rama, una novela publicada en 1973 y que obtuvo de un golpe los galardones más brillantes del género. Una misión militar es enviada al espacio para estudiar un inmenso asteroide que se dirige hacia el Sistema Solar. Cuando el coronel Norton se aventura en el interior del gigante, encuentra un prodigioso mundo hueco modelado por una mano inteligente aunque de origen desconocido: un misterio más cercano a Verne que a H.G. Wells.

Sin embargo, el optimismo cósmico de Clarke no siempre está vacío de amenazas y sombras. En Marque F de Frankenstein, una narración breve perteneciente al libro El viento del sol (1974), consigue tejer una espléndida e inolvidable fábula sobre los peligros de la tecnología. Al igual que en el caso de Asimov, tal vez sea el relato corto donde las mejores virtudes de Clarke (amenidad, rigor, claridad, imaginación) brillan a más altura. La animada tertulia que precede a cada uno de los Cuentos de la taberna del ciervo blanco está trufada de escepticismo y buen humor, y en el personaje central de Harry Purvis (una afortunada mezcla entre Cyrano de Bergerac y Sherlock Holmes) no es difícil rastrear la personalidad del propio Clarke, un hombre que empezó su búsqueda de la divinidad jugando con telescopios y la acabó en un hospital de Colombo llamado (por esas casualidades del destino que nunca lo son) Apolo, como el dios griego y la misión espacial.

Clarke dijo una vez: «Hay un mundo en el universo por cada persona que ha habitado la Tierra, hay tantos muertos como estrellas». Si es cierto, en las profundidades del cosmos, en las entrañas de la noche, acaba de encenderse una gran luz.

Tiempo atrás, me tocó escribir el obituario de Lem, un autor al que había visitado pocos años antes en la ciudad de Cracovia, y al que entrevisté gracias a las labores de intérprete de Aska, mi novia de entonces. Lo titulé: «El último poeta del cosmos».

 

 

El escritor polaco Stanislaw Lem, fallecido en Cracovia el 27 de marzo a los 84 años, era el último, o quizá el penúltimo, de una gloriosa estirpe, la de los grandes genios de la ciencia-ficción. Pero su figura se había agigantado con los años hasta convertirse en un referente absoluto de la literatura fantástica, de la talla de Calvino o Borges. Al igual que ellos, Lem ha muerto sin el Nobel, pero eso es sólo una anécdota para alguien que, en algunos de sus libros, inauguró una extraña y bellísima poesía de la astrofísica. En otros, alumbró híbridos monstruosos a mitad de camino entre Swift y Kafka. En cierto modo puede decirse que si Wells es el Homero del género, entonces Lem es su Dante.

Su nacimiento en 1921 en Lvov (entonces Polonia, actualmente Ucrania) le marcó con todos los estigmas y maldiciones del siglo XX. Como judío y como polaco le tocó vivir el horror de la invasión alemana: abandonó sus estudios de Medicina y, junto a su familia, logró escapar del gueto mientras todos sus amigos de juventud terminaban sus días en los hornos de Belzec. Durante la guerra trabajó como mecánico («haciendo un poco de sabotaje ??escribió con su peculiar humor?? pues era un pésimo soldador») y en 1946 se trasladó a Cracovia, donde dos años más tarde terminó la carrera de Medicina. Ejerció de ginecólogo durante unos cuantos meses, mientras la zarpa helada del comunismo caía sobre Polonia en una larga y tediosa dictadura que se alargaría cuatro décadas.

Lem se inició en la narrativa con El hospital de la transfiguración (1947), que narra la odisea de unos médicos polacos en un hospital para enfermos mentales ante la llegada inminente de las tropas nazis. Pero, quizá como reacción al clima fétido, ramplón y ceniciento del comunismo, Lem comenzó a hilar esa voz única que le convertiría en uno de los grandes maestros de la literatura europea.

Entre 1959 y 1964 da a luz sus grandes novelas de madurez: Edén, Memorias encontradas en una bañera, Retorno de las estrellas, El invencible. Leer cualquiera de ellas es descender a las entrañas de una inteligencia casi sobrehumana que aúna las disciplinas más dispares (psicología, lógica, estadística, física, teoría de la probabilidad) en un discurso narrativo de impresionante calado moral e impecable factura técnica. En Solaris (1961), su obra maestra y uno de los libros del siglo, Lem reinventa el mito de Orfeo mediante la exploración de un planeta capaz de corporeizar los recuerdos: el protagonista tiene la oportunidad de revivir una historia de amor con su esposa, que se suicidó en la Tierra muchos años atrás. La célebre adaptación que en 1972 hizo Andrei Tarkovsky fue saludada como la respuesta soviética a 2001: una odisea del espacio, de Kubrick, pero el director ruso apenas logró traspasar las escalofriantes tinieblas de Solaris.

En libros posteriores, Lem, sin abandonar su tono pesimista, ensayaría un estilo humorístico inimitable: Fábulas de robots (1964), Ciberíada (1965) y, sobre todo, los Diarios de las estrellas (1971), una desternillante versión cibernética de los Viajes de Gulliver donde campea a sus anchas su más memorable criatura de ficción, el chusco astronauta Ijon Tichy. Gracias a él, Lem fue considerado en su país, ante todo, un autor de libros para niños sin que las autoridades comunistas cayeran en la cuenta de la formidable y ácida diatriba contra el régimen que ocultaban sus relatos. En 1971 Lem dio un nuevo giro con la publicación de Vacío perfecto, una colección de reseñas de libros imaginarios, en la estela de Voltaire y Borges, donde aprovecha para reírse de Joyce, del ‘noveau roman’, de Dostoievsky y de sí mismo.

Traducido a más de 40 idiomas, su fama ya sólo era comparable a la de Asimov o Clarke. Durante el estado de sitio de Jaruzelski, Lem se exilió a Alemania y allí publicó Provocación(1984), un asombroso ensayo de ficción sobre el Holocausto. Su última novela, Fiasco (1986), incide otra vez en la imposibilidad del conocimiento y de la comunicación entre los seres humanos: una constatación lúcida y perpleja de la soledad esencial del universo.

Hacía décadas que había abandonado la literatura y vivía tranquilo, junto a su mujer y sus perros, en su amada ciudad de Cracovia. Ingresado desde hacía semanas en el hospital, el 27 de marzo se apagó la vida del más insigne artífice de la ciencia-ficción. El último poeta del cosmos navega, ya para siempre, en el resplandeciente océano de Solaris.

Lem despreciaba la película de Tarkovsky pero aborreció hasta la naúsea la soporífera versión de Soderbergh. También odiaba por su profunda estupidez toda la saga galáctica de George Lucas. Sin embargo, al verle bajar por las escaleras de su casa, en las afueras de Cracovia, ya anciano, pequeño, grandes orejas y ojos estrábicos, por un momento me pareció ver a Joda.