David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


El diente de Mahoma

En un viaje siempre es imprescindible dar lo que Indiana Jones denominaba «un salto de fe», es decir, una suspensión momentánea de la incredulidad más o menos similar a la que debe animar a un lector al comienzo de una novela o a un amante frente a su primera cita. Sólo imbuidos de ese estado de ánimo, vigoroso y espléndido, podremos arrostrar las demoras en el aeropuerto, la mala leche de los aduaneros, la cochambre de los hoteles y el tedio insoportable de las colas de turistas.

Por cierto que en una cola de turistas muchas veces se produce el curioso fenómeno del aislamiento egocéntrico, es decir, la creencia de que todos los demás turistas que hacen cola delante de ti son soplapollas analfabetos que están ahí porque lo dice la guía, mientras que a ti lo que te anima es el espíritu insobornable del viajero, como si todo tipo que viajara hoy día (balbuceos del tercer milenio, con todo el planeta cartografiado y latas de Coca-Cola tiradas en el más remoto rincón de la selva amazónica) fuese una reedición de Marco Polo o de Burton y no un turista más con más o menos ínfulas.

En el Palacio de Topkapi, en Estambul, las colas se alargan como discursos de políticos y el turista camina a paso de procesión o de Chiquito de la Calzada, ante los escaparates de cristal blindado que muestran las maravillas de la moda y el lujo del imperio otomano. Debo decir que yo me aburrí bastante ante esa rutinaria exhibición de rutilantes armaduras, babuchas millonarias y puñales engordados con esmeraldas, igual que si admirase los mostradores de una opulenta joyería.

Me atraen mucho más las salas con las reliquias del Islam, me quedo pasmado mirando las muestras de fe y devoción con que los musulmanes se detienen y murmuran ante, por ejemplo, la vara de Mahoma. No es más que una vara, un palo en pie, pero un cartel asegura que el Profeta lo tuvo entre sus manos y de inmediato esa aseveración lo convierte en un objeto trascendente y sagrado. Otro tanto ocurre con una huella del Profeta recogida en una piedra, cifra de su estatura mortal, frente a la que se inclinó un musulmán que iba por delante de mí, tocado con un sombrero de cowboy, acariciando el cristal con una ternura que no era de este mundo. Yo, como infiel que soy, me emocioné frente al brazo de San Juan de Patmos, el poeta más grande del Nuevo Testamento (y también del Viejo): una reliquia momificada y preservada en una especie de guantelete de metal.

Donde la fe alcanza ya su fondo inexplicable es delante del diente de Mahoma. Uno espera ver un incisivo roto, una muela arrancada, pero todo lo que se le ofrece es una cajita de plata clausurada con un pequeño candado. Haga usted un viaje desde Arabia Saudí o desde Indonesia para contemplar uno de los restos de la boca que impartió el mensaje divino y lo único que encontrará no es un diente certificado por prueba científicas y datado por la prueba del carbono 14, ni siquiera un regalo del Ratoncito Pérez, sino un cofre cerrado a cal y canto. No hay derecho.