Alberto Moravia: Los indiferentes
Al pasar la última página de Los indiferentes, en una vieja edición de CÃrculo de Lectores, me entero con estupor que Moravia tenÃa poco más de 20 años cuando publicó el libro. Es extremadamente raro encontrar un novelista menor de 25 años que escriba una obra maestra. Hasta que me encontré con esta joya, mi record personal lo ostentaba John Barth, que escribió su extraordinario debut, La ópera flotante, más o menos con esa edad. Pero el caso de Moravia es aun más excepcional porque la novela, publicada en 1929, se adelanta en más de una década a los grandes textos del existencialismo francés: La náusea o El extranjero. Y no sólo se adelanta en cuanto a la fecha, sino también en cuanto a la hondura moral, la complejidad formal y la penetración psicológica. El ambiente sórdido de la burguesÃa italiana y el dibujo perfecto de esos cuatro o cinco personajes que forman la trama revelan tal conocimiento de la vida que, sencillamente, parece inalcanzable para un veinteañero. Ha habido grandes poetas adolescentes (Rimbaud o Claudio RodrÃguez, sin ir más lejos), grandes músicos y grandes ajedrecistas, pero yo siempre he pensado que el arte de la novela tiene mucho que ver con la experiencia vital.
Los indiferentes es una novela tan perfecta, conmovedora e intensa que me vinieron a la cabeza las palabras que el Dr. Max Euwe, campeón mundial de ajedrez, escribió acerca de la partida entre Donald Byrne y un niñito llamado Bobby Fischer, probablemente la partida más brillante del siglo XX: ‘No sucede todos los dÃas que un escolar de 13 años supere francamente en la combinación a uno de los mejores jugadores de América. Las combinaciones de Fischer no son particularmente profundas, mas tampoco evidentes. Las negras escogen siempre la continuación más bella y enérgica, y de este modo consiguen plenamente que todo el juego se siga con agrado’.
Algo parecido ocurre con esta novela. La trama parece sacada de una comedia de enredo: Leo, un tipo sin escrúpulos, mantiene relaciones desde hace tiempo con una viuda, MarÃa Engracia, al tiempo que maniobra para hacerse con su casa y dejarla en la ruina a ella y a su familia. Leo también planea acostarse con la hija, Carlota, una joven atractiva e inocente, mientras el hermano, Miguel, asiste a todas esas maniobras poseÃdo por una abulia esencial y metafÃsica.
Parece que ya hemos leÃdo este mismo argumento en muchas novelas del XIX, pero la originalidad de Moravia consiste en la sinceridad y la valentÃa con las que bucea bajo la capa de convenciones sociales para extraer, como un fango, el tedio esencial de la vida contemporánea. Unos años después, Mersault, el protagonista de El extranjero, mata a un árabe porque se aburre, pero el Miguel de Moravia ya habÃa anticipado esa indiferencia absoluta en la que la vida apenas tiene fuerza para sostener una máscara.
La novela de Camus es justamente famosa, pero muy pocos han leÃdo a Moravia. Sucede que los franceses siempre han sido maestros en el arte de la propaganda. Para que se hagan una idea de la potencia de fuego de este libro, he escogido este pequeño fragmento:
‘Se sentaron los tres en el frÃo comedor, alrededor de la mesa excesivamente grande. Comieron sin mirarse, con movimientos helados, deferentes, sacerdotales, como si celebraran un rito. No hablaban. Aquel silencio, apenas interrumpido por el ruido de las cucharas en los platos, en la deslumbradora luz del dÃa que se reflejaba sobre el blanco mantel y que recordaba el espeluznante ruido del instrumental del cirujano durante las operaciones; aquel silencio glacial privado de intimidad fastidiaba a la madre sociable y locuaz’.
El mantel blanco como una camilla y el ruido de las cucharas imitando a los bisturÃes. Ã?sos son los detalles que delatan al novelista de raza, ésas son las marcas de agua de una novela verdaderamente grande.