Tropezando con melones – Blog de David Torres » Blog Archive » El cielo del paladar

David Torres, blog, escritor, literaturaTropezando con melones, David Torres  El primer melón me lo encontré en una playa andaluza, un día de verano. El último lo veo cada mañana al enfrentarme al espejo. ¿Qué me dirá ese tipo hoy? ¿Qué inesperados regalos, qué decepciones, qué frescas dentelladas me tendrá reservadas el día?
  Yo no lo sabía pero eso que mis manos agarraban con el ansia de un talonador de rugby era un melón. Es decir, una réplica más o menos ovoide de mi cabeza, la materialización fáctica de una idea en el mundo de los objetos reales.


El cielo del paladar

El único problema de ir a comer a Viridiana es que luego te pasas dos semanas haciendo la digestión al estilo de una boa constrictor. Si además cometes el error de ir a cenar en lugar de comer, puedes sufrir una de esas noches oceánicas en las que Escila y Caribdis aparcan en tu estómago junto a una banda de bellísimas sirenas. Pero ¿cómo resistirse, cómo decirle que no a Abraham García? Hace casi dos semanas que fui a Viridiana junto a mi amigo Rafael Martínez-Simancas y todavía no se me va de la boca ese huevo de corral en salsa de boletus edulis salpimentado de trufa: la única joya gastronómica de los cientos o miles de recetas que Abraham ha ido ideando a lo largo de decenios que resiste en una carta que suele cambiar cada mes. Yo proclamo que ese huevo frito sublimado es un plato que habría que enviar al espacio en la nave Voyager junto al comienzo del Quijote y el preludio número uno de El clave bien temperado de Bach para que alguna remota civilización alienígena conozca los logros más altos de la cultura humana.

No sé bien cómo hablar de Abraham. La amistad es una de esas cosas que te suceden en la vida y que tú no planificas ni manejas ni mucho menos controlas (a no ser que seas un manipulador profesional, como algunos que yo me sé). El caso es que un día un tipo gordo con sombrero entró en la librería Altaïr, donde yo trabajaba, vio mi novela Nanga Parbat, me dijo que la había leído entusiasmado y me preguntó si sabía si habían hecho una película con ella:

-No, y bien que me jode -respondí- porque ahora estaría forrado.

Abraham se echó a reir por la coincidencia y luego me invitó a cenar aquella misma noche en pago de la felicidad que le había dado el libro. Puedo decir que lo que me ocurrió fue mucho mejor que ganar un Nobel o un Oscar y que desde entonces mi saldo de felicidad con él está en números rojos. Fui a Viridiana junto con Alvaro Muñoz Robledano y allí descubrí que la diferencia entre comer allí y comer en cualquier otro sitio es la misma que hay entre hacer el amor y cascarse una paja. Abraham nos desvirgó el paladar. En pleno estado de éxtasis, al día siguiente, escribí esto:

La gran cocina empezó el día en que Yahvé le dijo a Abraham que cogiera a su hijo y lo llevara a lo alto del monte. Una vez allí, esa voz ubicua y cavernosa que era el Radio Israel de la época le dijo a Abraham que degollara a su hijo y se lo ofreciera en sacrificio. No importa que el Libro no especifique si luego debía cocerlo o asarlo a las finas hierbas: es en la ruptura con el tabú tribal donde el filicidio se transforma en arte. Abraham titubeó un instante antes de bajar el cuchillo como un crepúsculo de plata sobre el pecho del hijo y ese instante de vacilación fue suficiente para que Yahvé, caprichoso como un niño, le dijese que había cambiado de opinión y que le bastaba con un carnero ad hoc que había surgido por birlibirloque entre unas zarzas.

Ese antojo de un dios impredecible nos privó durante treinta siglos de conocer el gran secreto de la cocina divina: el sabor de la carne humana. Hemos tenido que esperar a que otro Abraham, García, le arrebatase a su predecesor el cuchillo del holocausto para acceder al fin al misterio de la transustanciación que Cristo nos anunció con imprudente metáfora. �ste es mi cuerpo, tomad y comed. �sta es mi sangre, tomad y bebed. A la palabra antropófaga de Cristo le faltaba la puesta en largo de una poética que convirtiera el pan blanco de la hostia en una teofanía y el vino rojo del altar en un nuevo avatar de la sangre.

Antes de Abraham la cocina se debatía en la tiniebla del fogón y la servidumbre negruzca de las sartenes. Ha tenido que ser este descendiente remoto de los alquimistas y de los hechiceros quemados en la hoguera inquisitorial quien se atreviera a expresar lo inexpresable. Si la cocina es un arte, al igual que la música, la literatura y la pintura, su fin supremo no es tanto un deleite sensual como el conocimiento de nosotros mismos. Por eso comer uno de sus platos es como morder la manzana del Edén y descubrir que se trata de nuestro propio corazón, asombrado, que todavía late. Es decir, una inversión exacta del canibalismo: el revés metafórico del doctor Lecter, quien puede hacer unas vísceras humanas por riñones al jerez pero nunca urdir el milagro quirúrgico de que el corazón de un cerdo supla al de un hombre.

En la cocina de Abraham, en el alambique epicúreo de sus metáforas, el sol toma la forma de un huevo frito, el marisco la delicada textura de una entrepierna femenina, las setas su reminiscencia de axila perfumada de almizcle, y el jabalí regresa al monte, al cazador que lo atisbó por primera vez en Altamira, entre la lúcida hojarasca de las antorchas. El pan es carne y el vino sangre. Dios vuelve al pan y las nubes se estrellan llorando contra un plato donde la mozarella fresca tiembla embarazada de lluvia. Y Viridiana, como una nueva Virgen, abre las puertas de su casa para que todos los pobres y miserables de la tierra puedan entrar en el reino de los cielos. Del cielo del paladar, se entiende.

Sólo un señor habano (un Cohiba Siglo VI: «el Cañonazo») podía servir de coronación a esos fastos regados con un Mosela de treinta años de edad, un Albariño de otro mundo y un tinto de los altos del Golán. Dentro de unos meses saldrá a la calle De tripas corazón, el cuatro libro de Abraham y uno de los escasísimos dedicados al noble arte de la casquería. Abraham no escribe como cocina, pero casi. Hay un cuento suyo, prólogo a una receta de percebes, en el que un percebeiro ludópata se juega la vida al rojo y negro de la ruleta mientras la bola de la suerte viene y va envuelta en la espuma de nueve olas asesinas.

Comed y leed todos de mí, escribió Abraham una vez. Que así sea.